Hay partituras que encierran un halo de misterio capaz de expandirse con el paso del tiempo. Imaginemos una iglesia canadiense donde tiene lugar el funeral de un pianista virtuoso y excéntrico que, en vida, interpretó y grabó el corpus para teclado del compositor más grande del barroco.
De repente, se oye una música en los altavoces del templo. Es el Aria con el que comienzan las Variaciones Goldberg de Johan Sebastian Bach, la obra que más fama otorgó al intérprete y de la hizo dos grabaciones antológicas separadas por veintiséis años, tan cuidadas y tan distintas que sus más fervientes seguidores son capaces de reconocer separadamente.
La emoción que genera la melodía de Bach recorre cada bancada de la Iglesia Anglicana de San Pablo de Toronto. El público recibe atónito una versión de las Variaciones Goldberg que jamás escuchó. Algunos se preguntaban si era el propio difunto el que les hablaba al teclado. Finalmente, todo quedó aclarado, era una versión de la obra que se había grabado semanas antes y que todavía no se había distribuido comercialmente.
Otro misterio de la obra del compositor alemán es su título. Johann Gottlieb Goldberg era un joven compositor y clavecinista de diecisiete años que trabajaba para Karl von Keyserling, embajador ruso en la corte de Dresde y que padecía un intenso insomnio que lo desesperaba. El diplomático contactó con Bach para que le escribiera una música que pudiese aliviar sus penalidades nocturnas. El compositor se puso manos a la obra y en 1741 publicó el Libro para piano número 4 titulado Aria con diversas variaciones. Es muy extraño que una obra con tanta dificultad técnica fuese escrita para un joven e inmaduro pianista al servicio de un exigente melómano.
Esta célebre obra para un clave de dos teclados constan de una bella y aparentemente sencilla aria seguida de treinta variaciones. La obra finaliza con la repetición del aria inicial que ya no nos parece la misma tras el estructurado camino por donde nos lleva su autor.
Efectivamente, la personalidad y la inventiva de Bach transita por todos los estilos de su época como el aria italiana, la overtura francesa, la balada medieval y un complejo quodlibet contrapuntístico propio de las reuniones musicales en familia y que podemos traducir como “toca como te apetezca”.
Es curioso que el aria con la que abre la obra es, en sí misma, una serie de variaciones ocultas bajo un manto melódico que conmociona al oyente atento. A partir de entonces, comienza nuestra andadura por las treinta variaciones que están escritas en diversos tipos de compases, a varias voces (entre 2 y 4) y para uno o dos teclados. Cada parte de la obra que es múltiplo de tres está escrita en forma de canon y, si las analizamos con detalle, entramos en la magia del simbolismo de Bach que está fuera de esta publicación y que ha generado graves trastornos en algún que otro malogrado cerebro.
Las Variaciones Goldberg fueron rescatadas por el pianista canadiense Glenn Hebert Gould que las grabó por primera vez en 1955. Obra de culto hasta nuestros días, ha sido despertado la creatividad de músicos, pintores, escritores, coreógrafos, directores de cine y de escena, entre otros. La música, cuando es arte, necesita volver a nosotros para que podamos captar su esencia. Esta partitura de Bach incide en nuestra naturaleza humana con tanta fuerza que deseamos que siga volviendo a nosotros.
Posiblemente, Glenn Gould sintió esa misma necesidad un año antes de morir y por ello abordó la segunda grabación de las Variaciones Goldberg. Él era un pianista muy reconocido por su maestría en la obra para teclado de Bach, pero para alcanzar la inmortalidad volvió al teclado para reafirmar su destino mortal. La edición de 1982 fue premiada con un Grammy y de ella se vendieron más de dos millones de discos.
La pregunta más enigmática se la dejo al lector: Bach o Gould: ¿A quién pertenecen las Variaciones Goldberg?