Cuando intentamos destacar la figura materna a través de la óptica de las óperas nos encontramos en una situación complicada. En este género, hay una marcada tendencia a destacar la influencia y la dependencia del padre, especialmente cuando la protagonista es la hija con la que mantiene un intenso vínculo.
Por otro lado, las madres operísticas, en general, suelen ser malos ejemplos del irracional e incondicional instinto maternal que tan sabiamente nos protege en las circunstancias más dramáticas. Así, son muchas las mamás perversas que elevan su voz en escena, entre ellas, la reina de la noche (La flauta mágica), Norma, Herodías (Salomé), Clitemnestra (Electra), Semiramide, Agrippina o Medea.
Pero hoy es el día de la madre. Esa mujer que nos amó antes de conocernos y siempre vela por nuestro confort hasta el final de nuestros días. Por ello, hoy les he seleccionado la que considero la más auténtica de las que figura en los libretos de la historia de la ópera.
La madre protagonista de Amahl y los visitantes de la noche es una mujer palestina sencilla de la que no conocemos su nombre. En una viuda bondadosa que, dada su situación de extrema pobreza, sufre por su hijo, un pastor cojo, huérfano de padre y prácticamente condenado a la mendicidad.
Una noche, los tres Reyes Magos llaman a su puerta buscando alojamiento de camino a Belén, a donde van a adorar y llevar valiosos regalos al Niño Jesús. Melchor no tarda en darse cuenta de lo humildes que son los habitantes de la casa cuando Amahl le cuenta que han tenido que vender todas las ovejas y que la única cabra que les quedaba se murió de vieja.
Cuando el Rey Mago le pregunta a la madre si ha oído hablar del recién nacido, ella le contesta que el niño que conoce tiene unos ojos dulces y que “sus manos son como las de un rey, pues como rey nació. Pero nadie le traerá incienso u oro… aunque esté enfermo, pobre, hambriento y helado. Ése es mi niño, mi hijo, mi querido hijo […]. Sus ojos son tristes y sus manos son como la de los pobres, pues pobre nació. Pero nadie le traerá incienso u oro… aunque esté enfermo, pobre, hambriento y helado. Ése es mi niño, mi hijo, mi querido hijo […]. El niño que yo conozco tiene en sus manos mi corazón. El niño que yo conozco tiene a sus pies mi vida. Ése es mi niño, mi hijo, mi amado hijo… Su nombre es Amahl.”
Al tiempo que todos duermen, la madre tiene la tentación de robar una pequeña parte del oro de los Reyes para sacar de la pobreza a su hijo inválido. Tras pronunciar “¡Todo ese oro! ¡Todo ese oro!” , se cuestiona si los ricos saben lo que se podría hacer con el preciado metal, como el alimentar a muchos niños, caldear una casa durante todo un día, asar maíz tierno en el fuego, ordeñar una cabra o especiar vino caliente en las frías noches invernales:“¡Oh, todo lo que yo podría hacer por mi niño con ese oro! ¿Por qué deben dárselo todo a un niño que ni siquiera conocen? Están dormidos… ¿Me arriesgo? Si tomo algunas monedas, no se darán cuenta…”
La escena tiene tal intensidad humana que todos deseamos que se decida a coger esa moneda salvadora, aunque se trate de una mala acción por su parte. Tal es la bondad y la desesperación de esta buena mujer que todos queremos que los tres Reyes y el paje tengan un sueño muy profundo.
En el momento que la madre de Amahl se decide a coger el dinero, repite cuatro veces “Por mi hijo”. Parece que esta obsesión por el bienestar de su pequeño es lo único que puede desbloquear su honestidad e integridad personal y así robar una pequeña cantidad del contenido del saco.
Cuando es sorprendida por el paje, la madre de Amahl comprende el error cometido y devuelve el oro. Los Magos consternados por su gesto, se lo ofrecen todo pero ella lo rechaza. Su premio está a punto de llegar. Amahl suelta las muletas y milagrosamente queda liberado de su invalidez. Su querido hijo será capaz de ganarse la vida y no se convertirá en un mendigo.
Les deseo a todos un feliz día de la madre.