El profesor de matemáticas se presentó el primer día de clase con una pregunta. Tenía fama de ser extravagante por las continuas ocurrencias que tenía dentro y fuera del aula. Se decía que tenía calculada su velocidad de paso para evitar encontrar un semáforo en rojo en los desplazamientos por la ciudad.
Esa mañana todos sus pupilos estaban expectantes porque no sabían qué tipo de profesor se encontrarían. Estaban advertidos de su dureza y exigencia a la hora de evaluar los conocimientos, aunque sus extravagancias en clase invitaran a pensar lo contrario.
Nada más saludar con introspección, dictó un problema para valorar el nivel de sus alumnos. Se trataba de demostrar disponiendo de los datos del tiempo que cantaban dos canarios, si el canto de uno de los pájaros influía en el canto del otro.
El que hoy les escribe, sin duda en un momento de máxima brillantez como los que todos tenemos alguna vez en la vida, fue el único que resolvió el envite empleando la fórmula estadística de los sucesos dependientes que tenia aparcada en algún lugar del cerebro.
Le cuento todo esto, porque lo que yo desconocía en esa época y afortunadamente no preguntó el matemático es si el canto de un pájaro puede influir en la composición de una música tan sublime como la de Mozart.
El genio nacido en Salzburgo, escribió veinticinco conciertos para piano que son referencia en la historia de la música por su calidad y su novedad, al revolucionar lo que existía previamente y se conocía como estilo galante. Lo que hizo Mozart fue dotar de la máxima expresión sinfónica al concierto para piano adoptando una estructura en tres movimientos donde el primero de ellos seguiría la forma sonata (con exposición de los temas, desarrollo y reexposición), el segundo sería un movimiento lento Andante casi siempre en la tonalidad subdominante y el movimiento final un rondó alegre abierto al virtuosismo del solista.
Estos conciertos fueron compuestos entre 1773 y 1791, es decir, desde que el músico tenía diecisiete años y por su paralelismo con el género operístico se etiquetaron de “dramas sin voz”. Hoy día podemos asegurar que a partir del Concierto para piano nº 9 en mi bemol “Jeunehomme”, escrito en 1777, el público empieza a escuchar cosas nunca oídas. La enorme personalidad artística del compositor esquivó el gusto del público de la época y fraguó en una partitura donde solista y orquesta dialogaban de forma ininterrumpida, haciendo gala de gran una libertad estructural y originalidad.
El oyente que escuchaba lo que proponía Mozart sin duda sufría de agitación interior pero para nada era sometido a un conflicto irremediable, ya que el maestro era un hombre del Renacimiento en constante búsqueda del equilibrio entre el individuo y sociedad.
Aunque todos los conciertos para piano de Mozart son sublimes, es inevitable destacar algunos como los dos escritos en tonalidades menores como el nº 20 en re menor K 466 y el nº 24 de do menor K 491 tan elaborado como expresivo. El Concierto para piano nº 21 en do mayor coincide con su estancia en Viena, su intensa relación con Haydn y su incorporación a la logia masónica, por lo que tiene un carácter alegre. El Concierto nº 23 es quizás el más apreciado por la audiencia y no deben perdérselo.
El último Concierto para piano nº 27 en si bemol fue escrito meses antes de su fallecimiento, en una situación económica complicada coincidiendo con la mala salud de Constanza, lo que se traduce en una atmósfera de serenidad que engloba a la obra.
El 27 de mayo de 1784, Mozart entra en una tienda de Viena y compra un estornino, que será su mascota durante tres años. Su canto es el que inspiró la composición del Allegretto final del Concierto para piano nº 17 en sol mayor K 453.
Desgraciadamente para Mozart, este pajarito finalmente falleció, pero su historia era tan desconocida para mi profesor de matemáticas como para sus alumnos. Por fortuna, la buena música para piano de este gran compositor ha perdurado como lo han hecho los recuerdos de los excelentes profesores que alumbraron mis años de estudiante.