Richard Strauss escribió música para describir con maestría el perfil psicológico de una las femmes fatales más enigmáticas de la humanidad. El músico alemán hoy nos lleva a las orillas del Mar Muerto para recrear la historia de Salomé y del mito que la rodea.
La figura de Salomé fue un estímulo recurrente para despertar la imaginación y la curiosidad de escritores, pintores, músicos, directores y actores, como fueron van der Weyden, Picasso, Botticelli, da Sesto, Bellini, Fuseli y Tiepolo, entre otros. Además, autores como Apollinaire, Mallarmé, Flaubert, Valle-Inclán, Pessoa y Cortázar, no se resistieron a completar el escueto perfil psicológico bíblico que se intuye tras la lectura de San Marcos 6,21-28:
“Entró la hija de Herodías y danzó, gustando a herodes y los comensales. El rey dijo a la muchacha pídeme lo que quieras y te lo daré”.
Aunque la bella princesa judía apenas tiene protagonismo en los Evangelios, va adquiriendo un sobrecogedor halo de maldad conforme nos alejamos del relato bíblico, de forma que la muchacha adolescente hace perder la cabeza a Herodes antes que a Juan el Bautista. Así, Flaubert en sus cuentos titulados Herodías (1877), dotó de personalidad literaria a Salomé y fue el primero que relata con detalle la escena de seducción a través de la danza:
“En lo alto del estrado se despojó del velo. Era Herodías en su juventud. Después comenzó a danzar.
Sus pies pasaban, uno delante del otro, al ritmo de una flauta y de un par de crótalos. Sus brazos torneados llamaban a alguien que huía siempre […]. Sus actitudes expresaban suspiros, y toda su persona mostraba tal languidez que no se sabía si lloraba a un dios o si moría entre sus caricias. Con los párpados entreabiertos, torcía la cintura, balanceaba su vientre con ondulaciones de brisa, hacía temblar sus dos pechos, y su cara permanecía inmóvil y sus pies no se detenían […].
Danzó como las sacerdotisas de la India,como las nubias de las cataratas, como las bacantes de Lidia. Se inclinaba hacia todos los lados, semejante a una flor agitada por la tempestad […]. Sin doblar las rodillas, separando las piernas, se inclinó tanto que la barbilla rozó el tablado […].”
Pero, ¿Cómo llegó Salomé a encarnar el mal femenino? ¿Por qué se conviertió en un icono artístico tan atractivo? La historia sobre la hermosa adolescente seductora fue el tema elegido por Oscar Wilde para su polémico drama titulado Salomé, estrenado en Londres en 1892 y que conviertió definitivamente en mito universal a la bella adolescente.
Según Isabel Lozano, especialista en Psiquiatría y profesora de la UMU, “El deseo prohibido es el verdadero protagonista de la obra de Wilde que va pasando de personaje en personaje. Salomé es consciente que cualquier hombre que la mire es irremediablemente seducido por ella y, sin embargo, se ve sorprendida por el amor que siente al escuchar las palabras de Juan el Bautista, que se resiste a mirarla, transformándola a partir de entonces en una joven impulsiva, rebelde y fuera del control de su madre.”
La Salomé de Oscar Wilde se representó más tarde en el Kleines Theatre de Berlín un día que el compositor Richard Strauss asistió a una función. Al terminar la representación, Henry Grünfeld le sugirió que escribiese una ópera sobre la perversa seductora, a lo que el maestro contestó:
“Ya estoy en ello”.
Strauss no fue el único músico sensible a los encantos de Salomé. Vivaldi, Stradella, Wagner o Massenet, ya nos mostraron distintas formas de relación amorosa entre San Juan y la caprichosa joven. El compositor germano suprime algunas frases del texto de Wilde para que no existan dudas sobre la firme actitud de rechazo de San Juan y escribe una música marcadamente dramática al llevar la orquesta al límite y poner en aprietos a los cantantes por la dificultad de la partitura. El maestro de Munich se anticipa al modernismo y a la politonalidad, valiéndose de altas dosis de violencia armónica, de melodías fragmentadas y de leimotiv o ideas musicales evocadoras de sentimientos, estados de ánimo, personajes, partes del cuerpo o circunstancias.
En un momento determinado, Salomé se siente agobiada por el ambiente congestionado del salón de banquetes de Herodes y sale al jardín a respirar su aroma, donde se encuentra con el sonido de la voz del profeta Jokanahan.
“¡No quiero quedarme! ¡No puedo quedarme!
¿Por qué el tetrarca me mira así, con esos ojos de topo bajo sus párpados trémulos? Es extraño que el marido de mi madre me mire de ese modo.
¡Qué fresco es aquí el aire! Aquí puedo respirar. “
Lo que sucede a continuación demuestra por qué Salomé es una mujer fascinante que desordena sin remedio al mundo masculino. En palabras de la joven,
“El misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte”.
La luna, tan presente a lo largo de obra, presagia el cruel final que describe Wilde y que tan bien reflejan los terroríficos acordes compuestos por Strauss. Les propongo releer con detenimiento el texto de Flaubert acompañándolo de la música de la Danza de los siete velos de Richard Strauss.