El maestro tenía muy mala cara. Había pasado la noche inquieto por el vuelo internacional que tomaría de madrugada. En el aeropuerto se encontró con un retraso de casi cuatro horas para el despegue, todo debidamente atribuido a causas técnicas no especificadas. El aterrizaje sólo tuvo un inconveniente. El piloto necesitó de dos intentos de aproximación a la pista por otro tipo de causas técnicas no especificadas. El gerente y el inspector de la orquesta lo recogieron en la terminal y sin apenas tiempo para acomodarse en el hotel, lo llevaron a comer a un célebre restaurante de la ciudad. El Jumilla con el que acompañaron las viandas contribuyó a que la sobremesa se prolongara hasta veinte minutos antes de la hora del ensayo.
El maestro llegó a la sala muy contrariado. Era un hombre metódico y ordenado que se tomaba su tiempo para preparar bien los ensayos. Los músicos de la orquesta lo esperaban expectantes con los instrumentos perfectamente afinados, ante la visita de un invitado de mucho prestigio. Lo reconocieron fácilmente porque su rostro, sensiblemente rejuvenecido, era habitual verlo en las carátulas de discos compactos de música clásica. La ilusión que generaba un invitado tan especial era enorme ante una prometedora semana de ensayos.
Eran las cinco de la tarde cuando el director elevó su batuta y la música vibró en toda la sala. Los profesores de la orquesta habían estudiado a fondo sus particellas con el plus de motivación que tiene el trabajar un programa con un experto de renombre y el conocer su fama de malas pulgas ante músicos que consideraba no comprometidos con el cometido.
De pronto, el director detuvo la música golpeando el atril con un rítmico gesto de batuta y miró fijamente a los ojos del solista de corno inglés. La cara del maestro tornaba a un color verde oliva al tiempo que se enrojecían las orejas del músico de viento. Tras unos segundos de interminable tensión, dijo con energía y en un más que aceptable español: “Toque como si cantara a su abuela. Todos a César”. Los miembros de la orquesta suspiraron con alivio y retrocedieron ágilmente hasta la página de la casilla “C”. La batuta se elevó de nuevo sobre sus cabezas y continuó el ensayo.
De pronto, una señal de alarma recorrió toda la sección de los violines segundos, que fueron los primeros en apercibir que el solista de timbal se había dormido. La tarde era calurosa y en la sala, la tormenta postprandial se estaba cobrando su primera víctima. La sensación de angustia se extendió al resto de la orquesta que no daban crédito a que uno de sus mejores músicos cayera en los brazos de Morfeo justo ese día y ante un director tan exigente. Conscientes de lo complicado que es ser el solista del timbal, cuando tienes un número interminable de compases de espera antes de entrar en acción con el máximo protagonismo y precisión, los miembros de la orquesta palidecían al verse privados de su rítmico corazón.
La situación fue especialmente tensa a falta de veinte compases para que el timbalero recibiera la entrada del maestro. En el extremo contrario de la sala, el gerente y el inspector de la orquesta, no daban crédito de lo que ocurría sin que pudieran darle solución. Todo el mundo temía la violenta reacción del exigente maestro y un acaloramiento profuso y generalizado se hizo evidente en los atriles. Sólo quedaban tres compases para la entrada del solista de timbal y éste permanecía con el cuello inerte y la cabeza inclinada. Definitivamente, no había tiempo para reaccionar cuando el maestro elevó la mirada y alzó con fuerza la mano izquierda. Sus dilatadas pupilas y sus expresivos ojos anticipaban la catástrofe. La batuta se detuvo en el punto más alto alto y una descarga de adrenalina inundó el podium de un líder que, con ostentosa satisfacción desplegaba los brazos y esperaba el impacto de la baqueta en la membrana del timbal. Nunca el sonido de este instrumento fue tan celebrado por calidez y oportunidad, al tiempo que el solista, guiñando con complicidad, sonreía ante la atónita cara de los presentes. El intenso calor de la sala, lejos de detener el reloj interno de la orquesta como presumían sus integrantes, se alió con el espíritu bromista del que maneja los latidos.
Dedicado a Andrés Vidal Martínez, solista de timbal de la OSRM.