Las tardes en Bruselas cada vez son más cortas a medida que se acerca el invierno, pero el concierto programado esa tarde en el Museo Moderno de Pintura animó a un selecto grupo de admiradores del célebre violinista Eugène Ysaÿe. Todos esperaban escuchar con expectación la sonata para violín y piano en la mayor que César Franck le escribió para el día de su boda. El músico de Lieja la incluyó en todos sus conciertos a partir de ese momento.
La sala del museo estaba repleta de personajes de la alta sociedad belga. Las mejores joyas estaban en la primera fila donde las esencias competían por dilatar las narinas de los caballeros allí presentes. Pero todas las miradas se concentraban en la bella figura de la joven Otilia que hacía su presentación informal en un acto de sociedad con una cuidada puesta en escena. Sus cabellos cobrizos recogidos en un sencillo peinado exponía el esplendor primaveral que recorría la delicada piel del cuello y los hombros, cuya palidez competía con los suaves tonos rosas del vestido. Sentada de una manera recatada, las perlas que adornaban la blusa eran lo suficientemente elegantes para dar un respiro a la contemplación de la noble adolescente. A su lado se sentaba su tío Jean Louis, un rico banquero de la ciudad que vivía con tanto entusiasmo la música que solía sentarse sobre el dorso de sus manos para evitar ser el primero de la audiencia en aplaudir, lo que ya empezaba a ser irritante para los asistentes que paladeaban los segundos en los que las últimas notas de cada partitura se extinguían.
La calidad del concierto ofrecido por Ysaÿe y la pianista Léontine Marie Bordes-Pène se reflejaba en los rostros del auditorio que, maravillados por la música, disfrutaban de las telas expuestas en las paredes de la magna sala de exposiciones. Cuando un programa es tan exquisito, normalmente el público no desea que finalice. Esa tarde todo era distinto ya que al final de la velada estaba programada la sonata de Franck y la expectación crecía con el paso de los minutos.
De repente, los cuadros expuestos perdieron la luz y una penumbra virtual recorrió la cristalera que recorría el techo del salón donde eran contemplados. El concierto había comenzado a las tres de la tarde y no era habitual que el ocaso del día se anticipara de esa manera. Los artistas no podían leer las partituras y solicitaron que activaran la iluminación artificial para completar el programa. Los organizadores lamentaron mucho la situación, pero estaba estrictamente prohibido encender las luces para no dañar las telas e instaron a los asistentes a marcharse.
Eugéne y Léontine captaron el afecto de los presentes y decidieron tocar la sonata para violín y piano de Franck de memoria. Tal fue la complicidad y energía de los intérpretes que la devoción del público se tornó en pasión, una emoción que acompañó para siempre a esta magnífica composición.
Estoy seguro de que al lector le hubiese encantado asistir a esta velada musical. Desde luego, hubiese sido fantástico tener la oportunidad de vivir ese momento y por ello le he pedido a un amigo muy especial que nos comente cosas de la pieza de César Franck. El invitado de hoy es David Martínez, un violinista excepcional cuya cualidad más impresionante es la naturalidad con la que vive la música y, por extensión, todos los ámbitos de la vida en general. Se dice que los héroes no saben que lo son y David, sin exagerar ni un ápice, es uno de los músicos más completos que conozco. La obra que hoy comentamos es de una sensibilidad extrema y para hablar sobre ella hay que tener la dimensión artística de este violinista. Pero volvamos con David al mes de diciembre de 1886 en el Museo Moderno de Pintura de Bruselas: “Supongo que el efecto que tuvo la ausencia de luz afectó a músicos y público por igual. Posiblemente la interpretación del violinista fue increíble y la combinación de una música tan elevada y la oscuridad propició un ambiente único. La memoria musical es algo realmente curioso ya que cuando estudiamos una obra como la sonata de Franck, vamos incorporando poco a poco todos los elementos que utilizamos posteriormente en su interpretación. En todo este proceso, las vivencias que acumulamos a lo largo de la vida se van adhiriendo a la pieza tanto de manera consciente como inconsciente, produciendo una constante mutación en nuestra propia interpretación, de forma que, la memorización de obra se convierte, a mi modo de ver, en un acto de libertad expresiva”.
Estamos de acuerdo que tocar la pieza de memoria incrementa la pasión y la expresividad, pero seguramente el nivel interpretativo del violinista fue determinante. David opina que “independientemente de las capacidades técnicas individuales de cada músico, creo que es fundamental la actitud de afinidad musical con el compañero, en este caso pianista, para conseguir una sonoridad coherente. Como violinista, pienso que es fundamental poseer riqueza de colores y capacidad de proyectar el sonido para que éste no tenga excesivo peso”.
La Sonata para violín y piano en la mayor de Franck tiene un patrón cíclico, lo que David Martínez explica: “De manera general, podemos definir una sonata de patrón cíclico como una obra en la que, a partir de un tema, se genera toda la composición. Vicent D´Indy, un alumno de Franck, hablaba del concepto de célula generatriz y de la importancia de esta sonata, ya que a partir de su composición, la forma cíclica quedó consagrada como base del arte sinfónico moderno”.
Nuestro invitado, además de ser profesor de la Orquesta Sinfónica de la Región de Murcia, ha desarrollado una importante actividad docente a lo largo de su carrera, especialmente con los músicos más jóvenes, a los que ha visto crecer y cumplir sus expectativas. Hablar de música con David es descubrir siempre algo nuevo. Por ello le pregunto por lo que más le gusta de la sonata: “Es difícil resaltar algo de una obra tan tremenda. Por un lado, es un maravilloso fresco del siglo XIX, con sus contradicciones y sus virtudes, como una ventana abierta que nos permite entender el contexto en el que se desarrolla el arte de esta época. Por otro lado, es un ejemplo de la convivencia de la armonía clásica y el cromatismo, es decir, del paso de lo general a lo individual y a la expresión personal más íntima”.
Para Martínez, adentrarse en esta obra es revivir la sensibilidad que nos define hasta la actualidad: “Humildemente, me parece un buen ejercicio de comprensión para estos tiempos actuales en los que, por desgracia, miramos al pasado con tantos prejuicios”.
Para terminar, aprovechando que este violinista es un apasionado de la obra de Marcel Proust le pregunto por el lirismo y el virtuosismo que recorren de principio a fin la sonata que el escritor utiliza como banda sonora de la historia de amor entre Swann y Odette en En busca del tiempo perdido: “Cuando hablamos del contexto en referencia a la sensibilidad propia del siglo XIX, hay que considerar qué significado tenía el término virtuosismo en esa época. Creo que la relación entre lirismo y virtuosismo era mucho más profunda de lo que lo es en la actualidad, donde ha derivado hacia un sentido de artificio y exhibicionismo hueco. El virtuosismo que encontramos en la sonata de Franck tiene un fin expresivo y artístico, muy distinto de la sucesión alocada de notas, sin calidad ni contenido”.
Disfruten de esta combinación de música y literatura que nos brindan dos brillantes creadores de estas artes. Como nos recomienda David Martínez, el Allegretto poco mosso con el que finaliza la obra, es el recuerdo de todo lo que ha acontecido en la sonata, el poso que nos queda de lo vivido y lo soñado.