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Carlos Escobar

Música inesperada

El chocolate del diablo

 

 

Hoy les invito a pasear por Munich la tarde del domingo 25 de noviembre de 1900. La ciudad, inquieta por el estreno de la Cuarta Sinfonía de Gustav Mahler, espera a que termine el concierto dirigido por el propio compositor e interpretado por la Orquesta Kaim, precursora de la actual Filarmónica de Berlín. Mahler ha dedicado el mes de vacaciones a orillas del lago Wörthersee para componer una obra inspirada en la vida celestial y sólo los elegidos han podido asistir a la première de su nueva obra sinfónica.

Las primeras personas en salir muestran una mezcla de indignación y disconformidad. En unos minutos, la ciudad sabe que la obra ha sido abucheada, especialmente el segundo movimiento, tras el que los silbidos no han podido ser enmascarados por los aplausos de un sector del auditorio. 

Esperamos en la Odeonsplatz a Hans, un buen pianista y mejor amigo que atesora una especial afinidad  por las conversaciones sobre música en el Café Tambosi: 

“Ha sido muy desagradable. Este Mahler no proporciona un programa con notas explicativas y así es muy difícil”, nos cuenta acalorado por lo vivido esa noche: “Personalmente, a mí me ha gustado mucho la sinfonía. Mahler ha concentrado todo su arte en una propuesta muy concreta. Ha suprimido trombones y tuba, pero es lógico, pretende ofrecer la visión del cielo que tiene un niño”, explica el joven Hans mientras da un sorbo a la taza de café.

“Pero, ¿Qué ha pasado en el segundo movimiento, Hans?” Pregunta Margarete, una estudiante admiradora de la música de Mahler y de la forma de vestir de Alma, su esposa.

“Ha sido increíble. Se me han puesto los pelos de punta con ese solo de violín desafinado. Parecía que lo tocaba un diablo burlón cuando realmente la música te lleva al cielo. La forma de usar las sordinas o tocar sul ponticello eran de otro mundo”, afirmaba el músico mientras hundía la cuchara en el pastel.

“Vaya, se te ha caído parte de la tarta de lo alterado que estás”, interrumpí con ironía. “¿Tan desagradable ha sido ese clima irreal e inquietante del scherzo para que la gente silbara así”?

Con un nuevo trozo del esponjoso chocolate en la boca  y poniendo una cara de disculpa, Hans daba detalles del asunto: “Esa danza de la muerte resultaba estridente, áspera y sarcástica. Pero para mi era solo extraña y desde luego encantadora. Reconozco que hasta los tríos que siguen al scherzo han podido resultar algo grotescos para alguien que adore la música popular. Pero en Mahler todo es diferente cada vez que reaparece un tema. Todo es tan variado y rico en timbres, que resulta una delicia para mis oídos”.

“¡Qué pena que no haya podido estar allí!” Se quejaba Margarete: “¿Cómo han estado los clarinetes, Hans?

“Hoy hubieras disfrutado querida. En este concierto el clarinete y el fagot han tenido un papel protagonista con sonoridades por encima del resto de la orquesta”.

“¿Y el violinista? Imagino que tocar con un violín un tono más alto debe haber sido inquietante”. Pregunté algo preocupado por lo rápido que se estaba terminando el pastel de chocolate y, en cierto modo, la reunión post concierto.

“Bueno, el violín toca desafinado al principio, pero cuando reaparece el scherzo todo cambia porque el segundo solista usa su violín habitual y parece como si formase un rebaño con el público para llevarlo al cielo como el flautista de Hamelin. Dejando las bromas, creo que Mahler quiere mostrar que los ojos de un niño siempre ven el azul del cielo a diferencia de los nuestros”.

“Qué interesante, Hans. ¿Crees que Mahler pretende distraernos de la idea de nuestro destino final allá arriba?” preguntó Margarete, que había permitido que se enfriara su infusión de manzanilla sin haberla probado.

“Puede ser. Pero también podríamos pensar que el cielo es un lugar agradable donde se lo pasa uno bien, como en una baile de salón o en una cafetería como ésta en compañía de amigos. ¿Nos vamos?” Concluyó Hans mientras se echaba el último fragmento de tarta de chocolate y se ponía el abrigo.

 

 

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por Carlos Escobar

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