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Gibraltar

A principios de los años 70, lo que temíamos los niños del campo de Gibraltar no eran las maniobras intimidatorias de la Royal Navy en plena bahía de Algeciras, que nos entretenían, sino la posible presencia en la zona de El Lute, en paradero desconocido tras fugarse del penal del Puerto de Santa María. Cosas, como digo, de niños, porque el conflicto gibraltareño había alcanzado su punto álgido con el cierre de la Verja en 1969, y a los adultos les preocupaba algo bien diferente. El cerrojazo supuso que unos cinco mil habitantes de La Línea, San Roque y Algeciras quedaran en paro de un día para otro al no poder ir ya a trabajar a Gibraltar. La drástica decisión española fue la respuesta a la negativa de Londres a la primera propuesta formal de devolución del Peñón (1966) y al referéndum realizado por Londres sobre la Constitución de Gibraltar, tras varias resoluciones de la ONU favorables a nuestro país. El cierre de la Verja, la medida más dura tomada por España desde el Tratado de Utrecht (1713), fue impulsada por el ministro de Exteriores Fernando María Castiella. Su plan pasaba por propiciar una corriente de opinión favorable a España entre los ‘llanitos’, recuperando la deprimida economía del campo de Gibraltar, dotándola de estructura jurídica propia, y nombrando un delegado especial del Ministerio, cuya función principal sería servir de enlace con los ‘palomos’, los ‘llanitos’ proespañoles, para propiciar un partido gibraltareño con visos de victoria en las elecciones locales. Esto último lo supe años después, cuando ya de joven me interesó saber por qué mi padre, diplomático, vivió y trabajó entre 1969 y 1974 en el Campo de Gibraltar. La Verja volvió a abrirse a peatones en 1982 y a los vehículos en 1985. Es obvio que la estrategia de Castiella no funcionó. Tampoco la emprendida por los ministros Morán, Matutes, Moratinos, Piqué… Nada debe ser inamovible salvo los principios y, afortunadamente, la posición de fondo del Estado español ha permanecido invariable. Basta con repasar los pronunciamientos de Azaña o Alcalá Zamora para desmentir esa visión simplista y aldeana del conflicto como una reliquia franquista. Otra cosa es si las estrategias políticas adoptadas a lo largo del tiempo fueron las adecuadas para esta cuestión de Estado. Un apunte más: no son los gobiernos españoles quienes aventan interesadamente el problema gibraltareño en momentos de debilidad. Son las autoridades locales del Peñón quienes aprovechan esas coyunturas para violar los tratados internacionales por la vía de los hechos consumados. Lo hicieron en plena Guerra Civil, cuando construyeron el aeropuerto en el istmo, y ahora en plena crisis económica, ganando terreno al mar con diques de hormigón. Que nos preocupen hoy más otros asuntos, como los seis millones de parados, no nos debería conducir a trivializar lo que está sucediendo con ese trozo de España, convertido con la aquiescencia de Gran Bretaña en un anacrónico y dañino paraíso fiscal.

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