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Lobo-hombre en París

Mis padres vivieron durante quince años en países árabes. Tengo dos hermanos que nacieron en Túnez y tres en Siria. A los 14 años, yo era el único alumno extranjero en un colegio jordano, donde aprendía francés junto a mis compañeros con el libro ‘Le Loup-garou’ (El lobo-hombre) de Boris Vian. Cuando viví en Amman asistí, a diario, a la compleja coexistencia de culturas dispares. En los años 70 no había ni internet ni globalización, pero solo con cambiar de canal en el televisor los adolescentes, en aquella época y en aquel lugar, podíamos ver el occidentalizado fútbol israelí, series norteamericanas como ‘Kojak’ en versión original en la televisión jordana o las retransmisiones de ejecuciones por ahorcamiento en la cadena oficial siria. Han pasado cuarenta años y aún recuerdo muchas palabras en árabe que aprendí de mis compañeros de clase y juegos, de los que conservo un recuerdo imborrable. Sensaciones similares las experimenté años después en el multicultural barrio de Lavapiés, donde alquilé piso al conseguir mi primer trabajo. Mi respeto por la cultura árabe sigue siendo tan grande como mi convicción de que civilizaciones muy diferentes pueden cohabitar y enriquecerse mutuamente. Son numerosas las evidencias a lo largo de la historia de que la convivencia puede ser posible. Me aterran las consecuencias de la islamofobia porque no es ni la religión, ni la raza ni la lengua lo que realmente nos separa, sino nuestra dispar cultura democrática. Los irrenunciables principios de libertad e igualdad sobre los que se asienta la vida en Occidente, con todas sus imperfecciones, son una de las mayores conquistas de la humanidad y deben ser protegidos de toda amenaza totalitaria. Si algo distingue a los europeos es que somos producto de nuestra descarnada capacidad de autocrítica, lo que solo puede sustentarse en un ordenamiento jurídico que protege las libertades de pensamiento y expresión como valores supremos. Pienso, y puedo decirlo porque mi derecho a opinar está garantizado constitucionalmente, que no debe haber lugar para las posiciones relativistas con la barbarie terrorista o el fanatismo religioso, del signo que sea. No cabe la equidistancia entre verdugos y víctimas. La solidaridad tras la execrable masacre de ‘Charlie Hebdo’ puede expresarse con una viñeta o una bella frase en las redes sociales, pero para defender nuestra libertad es necesario actuar con todos los resortes del Estado de Derecho. Como en el relato de Boris Vian, algunos inocentes lobos se han transformado en hombres coléricos con sed de venganza, por la picadura del fundamentalismo islamista que encuentra su vía de expansión en la Red. La radicalización de muchos jóvenes musulmanes en la UE es un hecho innegable y plantea un reto mayúsculo al que habrá que enfrentarse, sin histerismos y desde profundas convicciones democráticas, para defender los valores cívicos por los que muchos arriesgaron y perdieron sus vidas.

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