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Deshumanizados

En las últimas dos semanas, un joven de Águilas fue detenido por verter comentarios en Twitter contra las mujeres y los extranjeros. Otro fue apresado en Molina de Segura por asegurar en la misma red social que preparaba una bomba para el Camp Nou. Ambas operaciones son producto de una campaña de las Fuerzas de Seguridad tras la proliferación de crueles mofas en Twitter sobre la catalanidad de parte de las víctimas del Airbus de Germanwings. El problema no es nuevo. A raíz de una denuncia presentada en octubre, la Fiscalía de Barcelona vio indicios de incitación al odio contra los catalanes en un centenar de comentarios lanzados en Twitter. Muchos de los autores pudieron ser identificados, pero no así otros implicados, que ocultan su identidad en sus cuentas personales. Proseguir las investigaciones no será fácil porque la citada empresa estadounidense no se caracteriza por su colaboración en estos casos. En un informe interno que salió a la luz en febrero pasado, el consejero delegado de Twitter, Dick Costelo, reconocía que el comportamiento de su compañía respecto a la actividad de los ‘trolls’ (alborotadores de la Red) «apesta y lleva apestando durante años». En EE UU, la proliferación de individuos que ocultan su identidad en Twitter para injuriar, incitar al odio y cometer otros delitos se ha convertido en una pesadilla. Y en España llevamos el mismo camino. El ‘New York Times’ profundizaba recientemente en la cuestión en un artículo de fondo titulado ‘La epidemia de los sin cara’. Planteaba que el desafío no es menor porque atenta contra los pilares que sostienen nuestra Justicia y Ética desde hace más de dos mil años. En los tribunales de la antigua Roma, ninguna persona podía ser condenada a muerte si se le hurtaba el derecho de ver antes a su acusador. Desde entonces, que acusados y víctimas puedan verse las caras es un principio clave de nuestro Derecho. Los estadounidenses lo denominan ‘cláusula de confrontación’ y forma parte de la Sexta Enmienda de su Constitución. En Twitter, desgraciadamente, decenas de miles de personas, famosas o desconocidas, son injuriadas diariamente por otras que, lejos de dar la cara, la ocultan en perfiles con fotografías y nombres que enmascaran su identidad. Solo las denuncias de los ‘tuiteros’ responsables y la posibilidad de bloquear a quienes agreden palían los linchamientos, pero que no se vean no significa que no existan. El anonimato, como el anillo de Giges de la leyenda de Platón, confiere impunidad por la vía de la invisibilidad y hace brotar lo peor del género humano. El filósofo Emmanuel Lévinas señalaba que nuestra propia identidad nace precisamente del encuentro con la cara de los otros. Es la realidad que precede a la formación del yo. El rostro de los demás no es un reflejo, sino la sustancia que está en la raíz del comportamiento ético, la empatía y la capacidad para asumir que compartimos una humanidad reconocible con el resto de personas. Los ‘sin cara’ de las redes sociales hacen algo peor que injuriar. Nos deshumanizan.

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