Hace dos años era la economía lo que quitaba el sueño a los españoles por el vértigo de un posible rescate europeo. La crisis aún persiste, pero ahora asoman indicadores nítidos de recuperación. Si el futuro se ve hoy con intranquilidad es por la inestabilidad política y la crisis de confianza en las instituciones y sus representantes para resolver aquellos problemas de fondo que solo la política puede solventar, como el modelo territorial, la financiación autonómica o la distribución de bienes escasos como el agua. En un libro llamado ‘Por qué fracasan los países’, el economista Daron Acemoglu y el politólogo James Robinson pusieron en 2012 el dedo en la llaga al señalar que el factor clave para la prosperidad o la pobreza de las naciones es la calidad de sus instituciones democráticas. Si la política no funciona bien, tampoco lo hará la economía, al menos de manera sostenible. Así ha ocurrido desde hace siglos hasta nuestros días. Hoy lo vemos en Venezuela y le sucederá en el futuro a China si no se democratiza. Los territorios que fracasan son aquellos donde las instituciones han estado al servicio de lo que Acemoglu y Robinson denominan élites extractivas, que concentran sus esfuerzos en su propio bienestar. En vez de mejorar el nivel educativo y crear las condiciones idóneas para la inversión, la innovación, la investigación, la transparencia, la seguridad jurídica, la eficiencia y la participación ciudadana, esas élites extractivas están más preocupadas de mejorar su rentas que las del conjunto de la ciudadanía. A muchos les puede evocar ese análisis algunos discursos populistas de nuevo cuño, pero nada más lejos de la realidad. Acemoglu y Robinson se encuadran entre los teóricos del libre mercado que sostienen que el progreso solo es posible gracias a las libertades, las instituciones inclusivas, la redistribución de la riqueza y el imperio de ley. Ni son neocomunistas ni están pensando en Grecia o Venezuela, precisamente. La idea mollar que aportan es que puede haber crecimiento económico, pero no prosperidad, hasta que la España autonómica no restañe la crisis institucional que impide resolver sus problemas estructurales. Si nuestra región no progresa como debería no solo es por falta de financiación, infraestructuras y agua para sus campos. Ha influido también la liviandad de su política y de sus líderes, que en lugar de transmitir confianza proyectaron sus propios complejos sobre el resto de la sociedad a base de tics autoritarios. Solo a través del clientelismo se lograron cimentar liderazgos duraderos y así nos va, con una administración insostenible, una deuda que creció un 23% en 2014, los juzgados con sonadas investigaciones por prevaricación, concesiones administrativas que se rompen de un día para otro y la sensación de que, efectivamente, había unos pocos que actuaban como una élite extractiva pensando en su prosperidad personal y en la de los suyos. No todo se ha hecho mal ni lo fallido es irreversible, pero no bastará con que crezca la economía para que vayamos a mejor.