El trascendentalismo fue un movimiento filosófico y literario estadounidense que floreció en el siglo XIX de la mano del ensayista Ralph Waldo Emerson. Aquella corriente de pensamiento no cuajó, pero su impulsor dejó algunas ideas y una frase memorable de la que siempre me acuerdo cuando sobreviene alguna nueva revelación bochornosa sobre Pujol, Rato y otros viejos conocidos: «Cuanto más alto hablaba de su honor, más rápido contábamos los cubiertos». La mayoría de los ciudadanos nunca sospecharon que algunas de las figuras políticas más respetadas en algunos momentos de nuestra historia vivían instalados en una total impostura, pese a que en la élite política y económica se sabía de esas zonas de sombra en los patrimonios familiares de algunos honorables prohombres. Si hubiéramos hecho caso de Waldo Emerson, desde el mismo momento en que Pujol salió al balcón de la Generalitat para aventar que su investigación por el caso Banca Catalana era un ataque a Cataluña, el ‘molt honorable’ no habría gozado después de la confianza ciudadana durante tantos años. Y todo porque en el fondo se nos hacía inverosímil que haya personas capaces de mantener una doble vida con tanto descaro e impunidad cuando se está permanentemente bajo los focos de la opinión pública. Solo cuando la mano de un agente se posa en el cuello de un ilustre detenido o aparece un demoledor informe policial, nos topamos de bruces con realidades vergonzantes y se desvanece esa presunción de inocencia que debería prevalecer hasta que un juez dicte sentencia. Como contamos hoy en el suplemento V, los consejeros de Caja Madrid dilapidaron 15,5 millones de euros entre 2003 y 2012 en comidas, copas y caprichos personales. Han devuelto 474.000, pero la factura del escándalo no es pequeña. Pase lo que pase en los tribunales, como poco ya han perdido la honorabilidad. La capacidad para asimilar tanta inmundicia moral llegó a su límite en la ciudadanía y de poco sirven ya esas apelaciones públicas al honor de quienes, con un timbre de voz de reverberación solemne, literalmente como si hablaran desde el interior de la tinaja de los hombres sin tacha, intentan hacer ver que sus cuitas judiciales son fruto de persecuciones políticas o personales. La irrelevancia pública siempre es difícil de sobrellevar cuando uno ha coronado la cima del mundo (o mundillo) y de un día para otro se pierde el poder y el protagonismo. Si ademas hay inspectores de Hacienda, fiscales y jueces husmeando en esferas privadas, el drama interior debe ser de órdago, incluso para quienes tienen el rostro de cemento armado. Debe existir algún compuesto en las moquetas de los palacios de gobierno y en los despachos de las instituciones financieras que, además de adictivo, causa delirios. Hoy resulta patética la pérdida de dignidad, compostura y sentido del ridículo en ese tránsito hacia la nada de quienes otrora ganaban democráticamente su liderazgo y se comportan, aquí y ahora, como coléricos tiranos bolivarianos.