Era peligroso. Un ser satánico cuyo único placer conocido en el barrio era maltratar a los demás. Era absurdamente malo, como lo son esos malos malísimos de las películas de acción, que prefieren morir matando antes que dejar escapar al protagonista bueno, incluso cuando todo está perdido.
Utilizando el terror, había engendrado, sin proporcionar placer y con violencia, a sus doce hijos. Para seguir con la tradición familiar, los había criado también a golpes de fusta, de privaciones y de encierros clautrofóbicos.
En la escuela, a la que jamás había asistido, no era precisamente el más listo de su clase, por eso a lo largo de su carrera delictiva entraba y salía de la cárcel después de cada fechoría fallida e incluso de algún asesinato. Dañina pero casi siempre improductiva, era una maldad que carecía de sentido y que traía de cabeza a sus familiares y a todos sus vecinos. Drogas, alcohol y prostitución conformaban la dosis de vicio que se auto administraba para compensar las putadas de una vida teñida de negro y sangre.
Era Nochebuena: una buena noche para que Dios le castigara por todos sus crueles pecados o para que don Destino le ajustara las cuentas por mera justicia poética.
En plena farra, otro ser luciferino, más joven y más fuerte la emprendió con él a golpes y de un porrazo certero le convirtió en un vegetal de boca hedionda. Su maldad quedo así en el limbo, sepultada entre los barrotes de su mente: condenada a burbujear en su interior, sin poder responder a los estímulos y sin conseguir escapar al exterior.
Todos los testigos encubrieron los hechos y nadie se atrevió a denunciar al nuevo monstruo. Solo quedaba sentarse a esperar para ver quien acabaría con ese ser luciferino que había destronado a Satanás, imponiendo, entre los suyos, la ley del silencio.