Solemos pensar que cuando un semáforo se pone en rojo, vienen con ello unos minutos de aburrimiento y, si vamos con prisa, de pérdida de tiempo. Y en algunos países la vida real surge precisamente en estos momentos colorados.
Estaba yo un verano metida en un autobús. Abanico en mano. Nos acercábamos a Lima y ya, el tráfico nos hacía ir a veinte por hora. Todos llevábamos las ventanas abiertas para que circulara un poco el aire; No para que entrara el fresco, porque no había. Y nos entreteníamos mirando los coches, los camiones o las motos –muchas- que estaban también en el atasco propio de las vías de acceso a las grandes ciudades. A mí me llamaba la atención cómo, casi todos los vehículos, también nuestro autobús, llevaban sujetos los espejos retrovisores exteriores con candados y cadenas. En esto que el conductor dijo por megafonía: “Por favor, cierren las ventanas o, si llevan bolsos, quítenlos de encima de sus piernas y póngalos en el suelo por su seguridad”. El calor nos hizo a la mayoría inclinarnos por la segunda opción y bajar los bolsos a los pies. Yo quedé sorprendida por la advertencia y la señora mayor que iba a mi lado (que aunque no estaba pegada a la ventanilla también bajo su bolso al suelo, ¡cuánta prudencia da la edad!), más sabia y conocedora de la situación, me explicó que los chicos van de dos en dos en las motos y, que me fijara porque siempre el de detrás, era el más delgado. Aprovechan la lentitud del tráfico y, cuando el semáforo se pone en rojo, entonces se pegan con sus motos a los laterales del autobús y, entonces, en un segundo, el delgadito se estira y mete los brazos por las ventanillas y se lleva los bolsos. ¡Quién podría pensar que le roben el bolso por la ventanilla de un autobús! Y claro, las motos tienen la ventaja de que en un atasco sí se pueden escapar, y a ver quién recupera su bolso que “salió” casi volando por la ventana. Lo único que quedará en estos casos será sacar la cabeza por la ventanilla y gritar aquello digno de película: ¡Al ladrón! Poco consuelo, la verdad. Menos mal que entre el conductor y la señora yo llegué a Lima feliz con mi bolso.
En México también resulta interesante el mundo que gira en torno a los semáforos. Sobre todo en las grandes avenidas. En ellas ¡se puede hacer la compra! Es más, sin necesidad del carro de la compra y sin bajarse del “carro”. Los lugares que cuentan con la oferta de productos más variada son las larguísimas calles, tamaño –llamémosle- XXXL. La media ronda los 15 kilómetros de largo y, para colmo, la posibilidad de que un atasco nos pille en una de ellas es de un 80%. Entonces, ante tan elevada ratio de probabilidad de atascos, la inteligencia se pone en marcha. ¡Asombroso! Es lo que los expertos llaman saber ver “oportunidades de negocio”.
En cada semáforo los vendedores tienen una especialidad. Si en un semáforo venden pan, en el siguiente, será fruta y, en el tercero, pasteles. Así hasta escobas, flores, regalos infantiles, ropa interior, etc. Se respetan unas reglas de distribución de cuotas de mercado en cada parada de luz roja, que es digna de estudios de microeconomía. Yo me lo pasaba en grande en la Avda. Insurgentes. ¡En sus, casi, 28 kilómetros uno puede llegar a comprar hasta lo más rebuscado!
Lo peor de estas grandes avenidas es cuando uno quiere comprar algo y justo en el semáforo donde lo venden… va y te pilla en verde. ¡Contradicciones que da la vida! Ándale