La turma, en cuyo cultivo la Región es pionera, se revela como un producto sostenible, barato y con valor gastronómico
Cuando uno se encuentra con un ejemplar por primera vez, automáticamente se lo acerca a la nariz. Vano gesto. No huele a nada, aunque la llamemos trufa. De hecho, en la búsqueda de la turma o trufa del desierto no se utilizan perros, sino la simple vista, ya que su presencia se delata por un abultamiento en el terreno. Los romanos, por esta razón, la denominaban ‘tuber’, que en latín tiene el significado de «joroba», «tumor». Y de ‘tuber’ deriva el sustantivo «trufa». Lo paradójico del caso es que la denominación ‘trufa del desierto’, no es sino una denominación popular, no es su nombre científico, y aquí aparece la confusión. Una confusión sensorial y comercial. Al contrario que la ‘tuber melanosporum’, que se utiliza fundamentalmente en gastronomía para aromatizar los platos, mediante el rallado o el laminado en crudo al terminar una elaboración, la turma debe cocinarse como haríamos con cualquier otra seta u hongo. Por eso asociamos la palabra «trufa» a «aroma» y por eso acercamos automáticamente a la nariz cualquier producto que lleve ese nombre. Pero la confusión comercial es mayor. Porque si el kilo de trufa negra «auténtica» puede alcanzar los 600 euros, el de la modesta turma fluctúa entre los 20 y los 30. En definitiva, los consumidores deben tener claro que son dos productos completamente diferentes.
Lo cual no quiere decir que la turma no tenga valor, ni mucho menos. Hace unos días se celebró en Corvera la I Jornada gastronómica de la turma, organizada por la Asociación Española de Turmicultura, en la que participaron agricultores, investigadores, chefs y gastrónomos. Hay que precisar rápidamente que esta asociación fue fundada apenas hace medio año en Murcia, donde tiene su sede. Y es que la Región es pionera en el cultivo de la ‘Terfezia Claveryi’, nombre científico de la especie de turma (hay varias) que se produce en estas tierras. Todo empezó en la Universidad de Murcia con el trabajo desarrollado por el grupo de Micología-Micorrizas-Biotecnología Vegetal dirigido por la catedrática Asunción Morte, que lleva 15 años realizando investigaciones sobre el cultivo de la Turma. Este grupo desarrolló, por primera vez a nivel mundial, el cultivo de la primera trufa del desierto, en la Región, cultivo que hoy se ha extendido a más provincias y países. Además, la catedrática murciana es co fundadora de una ‘spin-off’ cuyo producto –plantas micorrizadas con turma para su cultivo– está siendo demandado cada vez más por los agricultores murcianos.
Y esta es una clave a destacar: el proceso de trasferencia de conocimiento desde los laboratorios y centros de investigación públicos al entorno productivo, a los mercados, a manos de la iniciativa privada. Un proceso que casi siempre da buenos resultados, como prueban algunos otros ejemplos insignes en nuestra comunidad. Hace tres décadas no existía el queso de Murcia al vino. Hoy, probablemente, la mayoría de los consumidores están convencidos de que es un producto de ‘los de toda la vida’. Pues bien, hoy, el queso de Murcia al vino soporta la marca Murcia en todo el mundo. Es el caso también del chato murciano, una raza porcina autóctona que ha estado al borde de la extinción. Hoy muchos restaurantes de cierto nivel que tienen un plato con carne de este animal en su carta. Ambos casos fueron resultado del gran trabajo realizado por los investigadores del Imida y de su implicación en la ardua labor de convencer a productores y restauradores de las potencialidades de estos productos que ya forman parte de nuestro patrimonio gastronómico.
Pues la turma (la llamaremos ya así para no contribuir a la confusión) tiene todas las características apropiadas para ser otro caso de éxito. Su cultivo exige muy pocos recursos hídricos, de hecho, crece en zonas áridas y puede convertirse en una magnífica alternativa para restaurar parcelas de secano abandonadas a su suerte. Tampoco exige el uso de fertilizantes, por lo que estamos hablando de un cultivo ecológico y con pocos costes. En las plantaciones que ya existen se están recogiendo 370 kilos de media por hectárea, cosechados con escaso laboreo. Es, en consecuencia, un cultivo limpio, medioambientalmente sostenible, un elemento que puede resultar relevante en la fijación de la población rural, un recurso importante en la lucha contra la desertificación y un gran aliado de los insectos polinizadores, específicamente de las abejas.
Gastronómicamente, su sabor delicado con notas terrosas y su textura sedosa que, al ser ligeramente cocinada, aún manteniendo su estructura firme se deshace en la boca, la convierten un producto muy versátil. Y nutricionalmente, la turma es una fuente de importantes cantidades de proteínas y antioxidantes.
El patrimonio gastronómico –como el cultural, el arquitectónico y cualquier otro) no es un conjunto estático de elementos que remiten a la memoria, no es una foto fija de un tiempo pasado al que volvemos de vez en cuando para reconocernos en él. Se trata de un acervo que se va enriqueciendo y modificando generacionalmente, que se recrea y transforma localmente, asociado directamente a un territorio. Es un ‘corpus’ dinámico que se recrea y actualiza, pero que también se incrementa con aportaciones que acaban siendo adoptadas por el imaginario colectivo de una comunidad. En su momento el chato murciano, un recurso genético que ha estado a punto de desaparecer, se incorporó, gracias a una estrategia claramente planificada, a nuestro patrimonio gastronómico, como antes lo había hecho el queso de Murcia al vino. La turma reúne en torno a su tosco aspecto, todos los elementos necesarios para que siga el mismo camino. Hace falta que su cultivo se extienda, para lo que es clave que su demanda crezca.
La Universidad, los científicos, han hecho su trabajo. Los agricultores-productores están empezando a hacerlo. Ahora faltan los cocineros, los gastrónomos y los consumidores.