Las tecnologías de la información rompen el vínculo que asociaba nuestra infancia con la vida adulta mediante la comida
La cocina, al igual que los mitos, carece de autor y solo existe encarnada en una tradición». La cita procede del libro ‘El sabor de la tradición’, de María Cristina Carrillo. En principio la transmisión de conocimientos culinarios es oral y directa. Siguiendo con la publicación mencionada, «esto es importante porque fortalece la relación entre las personas implicadas y solo allí hay un real entendimiento del proceso culinario». La investigadora sostiene que las recetas escritas no sirven para nada si no se observa al mismo tiempo lo que se hace «y se hace al mismo tiempo que se observa».
En esta transmisión ancestral de conocimientos entre generaciones el parentesco siempre fue clave. La elaboración de un plato que luego va a ser ingerido será enseñado de padres a hijos y estos lo recibirán con la confianza que da esa cercanía de sangre, en la absoluta seguridad de que redundará en su beneficio. De ahí la gran importancia de la figura materna (las mujeres casi siempre fueron las encargadas de la preparación de los alimentos). Una madre nunca querrá ningún mal para sus hijos, estos estarán seguros con ella y ese bagaje de conocimientos que asegura la supervivencia y la salud debe ser transmitido a ellos para que continúen la tarea. Por eso, en edad adulta, muchos de nuestros recuerdos, revividos en determinados momentos en los que nos encontramos con un plato de nuestra infancia, nos devuelven placenteramente a un tiempo feliz y seguro, en el que estábamos protegidos y no pesaban sobre nosotros responsabilidades. Por eso, en la famosa película de animación ‘Ratatouille’, cuando el crítico Ego se enfrenta en un restaurante a un plato que le recuerda al que preparaba su madre en la infancia, revive aquellos felices momentos y pierde instantáneamente todas sus armas de adulto y de temible crítico gastronómico.
En este sentido, los recetarios manuscritos por esas madres son un registro sincrónico de un momento determinado, de una generación. Resumían el bagaje culinario de siglos, en un proceso lento, de decantación de conocimientos y práctica. Ese mismo recetario, recogido por una hija era, a su vez, modificado con la práctica, que enseñaba por su parte a la siguiente generación, actualizando imperceptiblemente ese registro. Cada receta así, es un paquete discreto de mensajes sobre la base de un código compartido. Hoy, poniéndonos ‘tech’, diríamos que una receta es un algoritmo, un conjunto de instrucciones ordenadas de manera lógica destinado a la resolución de un proceso con un resultado final previsto. El problema es que, en el caso de la cocina no basta con disponer de ese algoritmo para ‘clavar’ una receta, porque no solo estamos hablando de operaciones lógicas o matemáticas, sino también experienciales. No se puede llegar al final deseado si se carece de la experiencia previa de haber comido el plato realizado a partir de esa receta, sin haber visto cómo se cocina.
Tradicionalmente, las mujeres, cuando se casaban y debían enfrentarse a la tarea de alimentar a una familia, partían de dos pilares: los recetarios recibidos –y experimentados– con sus madres y la llamada telefónica ‘a mamá’ para consultarle cualquier duda, una opción que siempre estaba a mano. Hoy, todo eso ha cambiado radicalmente. Los medios digitales no solo están transformando las formas de consumir información, lo están haciendo también con la manera de relacionarnos con la comida, la restauración y la gastronomía. Un 29% de los usuarios de redes sociales comparten fotografías de su comida a través de la web. La red Instagram, concretamente, se ha convertido en el ágora por excelencia de los ‘foodies’ y en el espacio donde ha surgido un nuevo fenómeno: ‘el food porn’, el exhibicionismo gastronómico. De hecho, en esta red, la etiqueta #food tiene más de 150 millones de publicaciones. Pero la universalización del entorno digital ha traído un fenómeno concreto poco analizado. Hoy, el 89% de los ciudadanos acuden a internet cuando quieren encontrar una receta. Los hábitos de comprar un libro de cocina o de consultar a mamá o a la abuela están desapareciendo. Según un estudio de Sopexa, agencia internacional de comunicación en alimentos y bebidas, el 89% de la población ya busca las recetas de cocina en Internet, un 62% en la prensa escrita y solo un 48% en familia y amigos. La correa de transmisión se ha roto, un caudal importante de ese conocimiento, de miles de matices, trucos, remedios, términos, nombres…. hiperlocales, se perderá, porque o bien no está escrito, y morirá con las generaciones que se extingan, o bien porque los recetarios escritos no serán digitalizados.
Y al dejar de consultar a mamá y acudir a Internet, al igual que ocurre a nivel biológico, se perderá un gran porcentaje de diversidad gastronómica. Y, naturalmente, si se va perdiendo diversidad gastronómica, en paralelo se irá perdiendo diversidad real, en cuanto a productos y especies vegetales y animales que dejarán de ser demandados en las cocinas caseras.
Se rompe, por tanto, la línea de memoria que enlazaba nuestra infancia alimentada por las expertas manos de nuestras madres con los platos que comeremos como adultos, iremos perdiendo progresivamente el placer de la rememoración, de la evocación de sabores, aromas e imágenes únicos, singulares, vinculados a un tiempo y a un paisaje ya perdidos, ahora para siempre, porque ya no podremos probar ese guiso tal y como lo hacía nuestra madre, sino un remedo elaborado por un cocinero anónimo en un blog cualquiera, o mucho peor, mucho más frío, mucho más desvinculado de todo tiempo y espacio: por un bot.