El espacio físico donde elaboramos los alimentos ha sufrido vertiginosos cambios que están acabando con el hábito de cocinar
A finales del año pasado supimos que según una ley que estudia el Gobierno del País Vasco, las nuevas viviendas que se construyan en esta comunidad tendrán que tener una cocina más amplia, para evitar que se convierta, como suele ocurrir, en un reducto en el que acaban metidas solo las mujeres. Se introduce así la visión de género en la arquitectura y se intenta promover la igualdad en los hogares. Concretamente se especifica que «el espacio para cocinar tendrá preferentemente las dimensiones de cocina comedor. En su defecto el espacio se diseñará colindante con el estar comedor de forma que pueda unirse a éste de forma directa o/y tener una conexión visual directa». Me temo que será una medida inútil porque ya casi nadie cocina. Ni mujeres ni hombres, a no ser de manera ocasional, y, además, cada miembro de la unidad familiar come a una hora.
Ojo: para los aficionados a espacios televisivos estadounidenses como ‘Tu casa a juicio’, o ‘La casa de mis sueños’, no estamos hablando de ese concepto tan americano de ‘cocina de espacio abierto’, esas megacocinas que los americanos al final solo usan para cortar zanahorias o prepararse un sándwich de crema de cacahuete. Claro que ahora, no hay nuevo rico o foodie con posibles que no se permita una cocina con ‘isla’ con vistas al salón comedor. Hoy, no eres nadie si no tienes una cocina con ‘isla’; hay que mostrar el pastizal que nos hemos gastado en ‘gadgets’ culinarios: desde ese abatidor de temperaturas, a la máquina del vacío pasando por ese horno que más parece el centro de control de una nave espacial. Aparatitos todos, por cierto cuyas instrucciones tenemos que leer cada vez que los usemos porque, salvo en alguna fiesta que otra, de ordinario los tenemos oxidándose. Porque claro, cocinar de verdad, es decir, guisar, en una cocina ‘de concepto abierto’ no se puede, si no queremos que toda la casa acabe oliendo a pollo al chilindrón, o que estemos intentando leer o charlar con el ‘chup, chup’ como música de fondo. Hemos pasado por tanto de la cocina como espacio de servicio (en las casas burguesas del XIX, con zona para los empleados y entrada propia), que nunca se enseñaba a los invitados, al centro social de la casa, pero no hemos ganado nada: ni se cocina más, ni cocinan más los hombres. Cocinar a diario, digo.
Los espacios que habitamos y el uso que les damos están directamente relacionados con los cambios sociales. El primer homínido que se encontró con el fuego –probablemente de forma accidental, por la acción de un rayo– se quemó. Y el primero que puso un trozo de carne (que no fuera la suya) a la acción del fuego, descubrió la cocina. Desde entonces, el fuego en una hoguera se convirtió en hogar, es decir el lugar donde se reunía la gente. Y así ha sido durante siglos hasta que el hombre descubrió que se podían elaborar alimentos sin fuego. La ‘nouvelle cousine del XIX y XX franceses fue una cocina de leña y carbón. La cocina de vanguardia española, la del siglo XXI, se desprendió de herencias ancestrales y ha apostó por una cocina de la «tecnoemoción»: vitrocerámica, inducción, microondas, nitrógeno líquido… Ya no es el fuego lo único que cocina; cada vez es menos ajustado a la verdad aquello de «arrimar el puchero a la lumbre». El «calor de hogar» es una metáfora pasada de moda porque una Termomix no da para mucha poesía. Y eso acabó cambiando también el espacio físico de las cocinas: desde la profesionalización del aparataje doméstico a la domotización, pasando por la interconexión de los electrodomésticos, unido todo ello a la incorporación de la mujer (sostenedora hasta ahora de la culinaria familiar) al mundo laboral dejó las cocinas como mero almacén y espacio donde descongelar, calentar y servir.
Vivimos así una curiosa paradoja: al mismo tiempo que las cocinas se hacen más grandes, visibles y tecnológicas y ocupan el centro social de la casa, menos se utilizan para su función que es cocinar. Lo que está relacionado con otra paradoja: ya dedicamos más tiempo a ver en televisión programas y concursos de cocina que el que destinamos a la praxis culinaria. El historiador Felipe Fernández-Armesto, en su apasionante ‘Historia de la comida’, centra el inicio de esta deriva en el invento del microondas. «La comida está perdiendo su carácter socializador. En las casas que disponen de microondas, la cocina casera parece condenada al fracaso». Esto lo decía en 2004. Toda una premonición.