Los kioskos playeros se enfrentan a una compleja reapertura entre dudas, temores y buenas perspectivas de asistencia
«Yo tengo un chiringuito/ A orilla de la playa/ Lo tengo muy bonito/ Y espero que tu vayas./ El Chiringuito, el chiringuito»
¿Se acuerdan, verdad? Cómo no recordar semejante torrente de creatividad que derrochó ya hace unos años esa especie de bufón veraniego criogenizado de Georgie Dann. Tiendas beduinas perdidas en las ardientes arenas, estaciones de servicio cervecero, ambulatorios alcohólicos, puestos de avituallamiento playero… los chiringuitos conforman una de las imágenes definitorias de nuestras costas casi desde que se inventó el turismo. Corría el año 1913 y un periodista le puso ese nombre a un bar de playa de Sitges donde solía escribir. El nombre propio se lexicalizó y acabó definiendo un tipo de establecimiento playero que ha hecho furor en este país.
Pero las cosas han cambiado mucho. Para bien. En los 60, 70 y 80 llegaba uno a la barra de un chiringuito medio desnudo, con la cabeza y la espalda rostidas, criando con mimo un buen cáncer de piel, después de haberse metido al cuerpo un par de nauseabundos tragos de agua salada, soñando con una cerveza fresca… que acababa siendo servida por un individuo sudoroso y grasiento, vocinglero e indolente, que limpiaba la mesa –de plástico– haciendo un barrido con una dudosa bayeta de los restos de los anteriores clientes y arrojándotelos graciosamente en tu regazo. Esto, que no es sino una parodia, pasaba antes. Si, es verdad; y ahora en algún –afortunadamente infrecuente– caso. La estampa ha quedado varada en la misma cala temporal que ‘Verano Azul’.
Ahora los chiringuitos son establecimientos hosteleros muy controlados, seguros, que ofrecen en general un gran servicio al cliente. En los últimos años ha surgido además la figura del chiringuito gastronómico, que lleva a orillas de la playa la cocina más elevada con unos estándares de calidad en el servicio digno de los mejores restaurantes. Son un tipo de local que ha venido sufriendo especialmente la locura de legislaciones y normativas heterogéneas, provenientes de los distintos niveles de administración –Demarcación de Costas y ayuntamientos, básicamente-, y que han llevado en muchos casos a sus propietarios a situaciones de inseguridad jurídica. Muchas instalaciones –las que están dentro de la Demarcación- tienen que desmontarse cada año. Eso supone que la inversión realizada podría no servir más que para un verano, ya que los empresarios no tienen la seguridad de que al siguiente vayan a obtener de nuevo la licencia. En otros casos, problemas de índole política o de imprevisión provocan que hasta última hora no se conozca el listado de los establecimientos aceptados. Fue el caso del Ayuntamiento de Cartagena en 2017.
Y ahora, un torpedo en la línea de flotación en forma de virus. Los kioscos playeros tienen que pagar dos tasas: a la Demarcación de Costas y al Ayuntamiento. El de Cartagena les exime del 50% del suyo y les permitirá abrir hasta noviembre, algo que no convence del todo a los propietarios, que exigen la exención total de la parte municipal. De hecho, estos establecimientos no han recibido hasta el pasado viernes el permiso de Costas para abrir . El montaje de los chiringuitos puede costar unos 8.000 euros y durar unas dos semanas. Esto supone que hasta mediados de junio no estarán operativos. Se quejan también algunos concesionarios que no se les ha permitido la ampliación del espacio, por lo que la restricción de aforos afectará gravemente a su cuenta de resultados. Otra queja recurrente es que no les han llegado protocolos de seguridad adaptados a su tipología de negocio, y temen ser incapaces de poder controlar a la clientela en un entorno tan poco delimitable y relajado como las playas. «Mis trabajadores y yo somos los únicos que llevamos mascarilla», se lamenta una propietaria, quien añade: «Nadie respeta la prohibición de estar en la barra». Eso si, han conseguido que la actual licencia se prorrogue al ejercicio de 2021.
Sea como fuere, los chiringuitos abrirán. Las sudorosas y enrojecidas carnes deberán evitar acercamientos; mesas y barras tendrán que acogerse a las normas dictadas por fases para el resto de la hostelería y el personal deberá extremar el cuidado en la limpieza y desinfección, entre otras cosas mediante la distribución de soluciones hidroalcohólicas de composición y formas de uso diferentes a los de la cerveza. Pero abrirán. Y a la vista de lo comprobado el pasado fin de semana en Cabo de Palos, no van a estar vacíos.