El poder creciente de la restauración industrial y los nuevos modelos de negocio imponen medidas de clarificación en la hostelería
En uno de sus programas ‘Pesadilla en la cocina’, Alberto Chicote pide en un restaurante una ración de croquetas adjetivadas en la carta como ‘caseras’. Cuando la propietaria del local le planta al conocido cocinero una ración, su aspecto ya ponía en duda el origen de su preparación, que definitivamente se reveló industrial cuando le metió el diente a una de ellas. Ante la petición de explicaciones por parte de el chef, la buena señora se defendió: «¡Claro que son caseras, lo pone en la caja!».
‘Casero’, hecho en casa. No deja de ser paradójico que reivindiquemos lo casero en la restauración y por otro lado busquemos en los restaurantes lo que nunca probamos en casa, pero en fin. El caso es que el susodicho adjetivo ha visto ampliado su campo semántico en los últimos tiempos y se ha convertido en una marca, en un sello de calidad. ¿Por qué? Por oposición. Los nuevos modelos de restauración –cocinas fantasma, restaurantes virtuales, comida V gama, extensión del servicio a domicilio…–, hacen cada vez más difícil que el cliente, salvo que sea un restaurante de confianza o con sólida reputación, sepa dónde se cocina realmente todo lo que come. Parece por tanto necesario que las administraciones pongan orden en un sector en el que la rapidísima evolución de la industria alimentaria y de los modelos de negocio del sector obligan a despejar confusiones en el cliente-consumidor y aportar transparencia que por sí mismo no va a implantar, salvo honrosas excepciones, que las hay.
Hace una década, Sandra Lee, una influyente cocinera californiana, con gran ascendiente a través de Food Chanel, se inventó el concepto de comida ‘semicasera’, que es como decir de un color gris que es semiblanco o seminegro. El invento de quien el vitriólico chef Anthony Bourdain calificaba como ‘Reina Catódica de la Comida Semicasera’ consistía en ‘construir’ platos a partir de un importante porcentaje de alimentos envasados y precocinados con otro, mucho menor, de productos frescos. Es decir, un plato semicasero podrían ser las croquetas que probó el pobre Chicote si se hubieran servido sobre unas hojas de lechuga aliñadas o con una salsa de tomate natural. ¿Semifraude o fraude completo? A su juicio queda. En España, el invento se tradujo como ‘cocina ensamblaje’, y, curiosamente quien lo popularizó fue el mismísimo Ferrán Adriá no porque él lo practicara (afortunadamente) sino porque se hizo eco de la expresión. Para entendernos: si a una carrillera guisada precocinada la servimos con unos bastoncitos de cebollino y un poco de piel de limón rallada, ya lo hemos ‘tuneado’, ya hemos hecho cocina ensamblaje.
Todo bien… salvo que no le estemos vendiendo al cliente burras ciegas. Es decir, siempre que el cliente de un restaurante tenga la certeza de qué tipo de restauración está consumiendo en cada momento. De la misma manera que cualquier materia prima debe contener información exhaustiva sobre su trazabilidad, así la comida que se sirve en cada establecimiento debería ir acompañada de información cierta sobre el origen de sus ingredientes, forma de producción y lugar y momento de su elaboración. Porque la dicotomía cocina-sala en un mismo espacio, se ha roto. Ya no es necesario que al otro lado de unas puertas batientes exista una compleja instalación donde entran las materias ‘en bruto’ y pasan al salón adjunto convertidas en comida para ser consumida allí mismo.
Así que quizá habría que hacer como los franceses, que en esto de la gastronomía y la restauración siempre han sido una útil referencia. El país vecino creó en 2014 el sello ‘fait maison’, “hecho en casa”, aplicable a establecimientos en los que los platos de su carta están elaborados en el propio restaurante a partir de productos crudos, o elaboraciones que se consumen de esa manera (panes, quesos, embutidos…), y, que además, esos productos deben sean, en un 90%, frescos. Pero lo importante aquí no es el sello en sí, sino la infraestructura administrativa e inspectora que lo soporta y la contundencia sancionadora ante cualquier transgresión de las condiciones.
La Consejería de Turismo implantó hace un año en la Región el Sello de Compromiso Gastroturístico bajo un amplio pliego de condiciones para quien pretendiera adherirse. Un distintivo dirigido a un ámbito mucho más amplio que el ‘fait maison’ francés y de aplicación exclusivamente regional. Todo ayuda. Pero aquí estamos hablando de un distintivo mucho más concreta y de ámbito nacional. Ningún sentido tendrían 17 sellos, cada uno con sus diferentes requisitos y criterios. Ante el fraude y/o la desinformación sobre la ‘comida casera’ un cliente de Toledo se enfrenta al mismo panorama que uno de Jaén. Y desde luego, soportado por los necesarios recursos de inspección y sanción. Nuestra hostelería honesta y responsable se merece más claridad.