En la agricultura, en los supermercados, en los hogares y en los restaurantes se pierden millones de toneladas de alimentos aptos
TO GO WITH STORY BY ANNA CUENCA
Members of the “Comida Basura” (“Junk Food”) activist group, which aims to raise awareness on the wasting of food, serve and eat a meal made from fruits and vegetables selected from trash cans outside stores, in Madrid, on June 28, 2012. Activists of the “Comida Basura” movement are organizing free dinners in a courtyard garden in Madrid using left over produce taken from trash bins outside supermarkets and smaller food and vegetable stores. The members carefully select the ingredients which are still fine to use for cooking. The collective calls on people to not waste food, especially in a time of economic crisis, and helps in a practical way people affected by the crisis or simply facing a difficult financial situation by offering them free meals. AFP PHOTO / DOMINIQUE FAGET TELETIPOS_CORREO:FIN,FIN,%%%,%%%
Cada vez que tiramos a la basura una manzana –porque no es perfecta, porque tiene algunas manchas, o quizá algún golpe– estamos tirando por el desagüe 70 litros de agua.
Y no es un alimento especialmente costoso en términos de necesidades hídricas. Si nos deshacemos de 100 gramos del entrecot de ternera que nos hemos metido entre pecho y espalda en la comida, estamos desperdiciando 1.500 litros de agua. Según la FAO la llamada ‘huella hídrica’ de la comida se lleva el 70% de este recurso que gastamos a nivel mundial. Bien. Si ahora pensamos en que desperdiciamos hasta un 30% de los productos alimentarios que se producen y que este volumen es responsable del 10% de las emisiones de gases de efecto invernadero que genera el ser humano podemos imaginarnos la magnitud del problema. Si nos centramos en España, nuestro país arrojó a la basura durante el 2020 unos 1.364 millones de kilos de comidas y bebidas, es decir, unos 30,93 kg de comida desperdiciada por persona, una cantidad con la que se podría alimentar a un millón de hogares. Es decir, gestos como tirar al cubo de la basura producto fresco -la inmensa mayoría del desperdicio doméstico- y las sobras de productos preparados o de lo cocinado contribuye de forma relevante a un gasto insostenible de recursos hídricos, a la intensificación de los efectos del cambio climático, a vertidos innecesarios y a alejarnos de una respuesta ética al problema del hambre. Todo ello sin contar con el uso inútil de una parte del presupuesto familiar.
Una vida acelerada en la que no existe ya una figura familiar especializada en la gestión de la alimentación de los hogares -la mujer, incorporada al mercado laboral- con poco tiempo disponible para las comidas; la heterogeneidad de los horarios de los miembros del hogar que están acabando con las comidas familiares, y una pérdida de las habilidades culinarias –que son claves para desarrollar una cocina de aprovechamiento que reduzca los residuos– son algunas de las causas de esta situación. Si alguien en la familia tiene tiempo y conocimientos para planificar menús semanales, elaborar listas que permitan racionalizar la cesta de la compra, usar técnicas como la congelación y otras técnicas de conservación –escabechados, marinados, salmueras, encurtidos, compotas–, seguramente estas cifras descenderían.
Y ese es el objetivo de la futura ley que prepara el Gobierno español y que, entre otras cosas establece que los supermercados deberán contar con espacios dedicados a la venta de productos ‘feos’ a precios reducidos. Claro que aquí los que podrían salir perjudicados son esos buscadores, al borde de la subsistencia, de esos productos ‘feos’ en los contenedores de los centros de distribución, algo en lo que parece no haber caído nadie.
Pero si en el ámbito doméstico el despilfarro es moralmente intolerable, otro tanto ocurre en la restauración, aunque aquí la problemática es más compleja. Para empezar, la futura ley pretende impulsar la generalización de una práctica que ya desarrollan muchos restaurantes: un sistema de empaquetado para que el cliente se lleve las sobras a su casa, todo ello dentro de una filosofía denominada de ‘residuo cero’. Incluso existe una plataforma –‘Too good to go’– que responde a un movimiento social que ha acabado materializándose en una app que facilita la adquisición en los restaurantes elegidos de los excedentes de comida a precios reducidos, con plenas garantías de seguridad alimentaria. Por cierto, mal que me pese –me encantan los bufets libres de los hoteles– este modelo de restauración es una auténtica barbaridad en términos de residuos.
Y falta un eslabón, que en realidad es el primero, en esta cadena de despilfarros alimentarios: la propia agricultura y el sistema de comercialización de sus productos. Solo en España, y exclusivamente en productos frescos, se despilfarran al año 8 millones de toneladas entre el género que se deja sin cosechar y las pérdidas en el circuito que va desde la recolección al consumo. En el mundo, un tercio de la producción global. Género que no se cosecha por no cumplir con los estándares del mercado en forma, color, textura, maduración, tamaño, por caídas de precios… y género cosechado que no termina en los lineales por problemas en el almacenamiento o el transporte, pérdida de la cadena de frío…
La futura ley española contra el despilfarro sin duda será una medida positiva para frenar el despilfarro, pero tiene que ir más allá y mirarse en el espejo de Francia. En el país vecino, los súper de más de 400 metros cuadrados de superficie están obligados a donar a organizaciones sociales los productos no vendidos y aún aptos para el consumo, medida que se extendió a centros de restauración colectiva como colegios u hospitales. Pero, como casi siempre, a las medidas coercitivas habría que añadir otras de más largo alcance como las educativas. Pero esa es harina de otro costal.