Nuestro cerebro está dotado para ‘reflejar’, es decir, replicar las emociones de los demás, un recurso muy valioso para un camarero
El concepto clave de la retórica tradicional, aquella que se cultivaba en el mundo clásico hace miles de años, es la adecuación; la adecuación del mensaje a las características del receptor. Es el emisor el que debe realizar el esfuerzo de adecuar el mensaje a su receptor, y no al revés. El objetivo es su comprensibilidad. Por eso, cada medio de comunicación tiene su lenguaje específico, que se adecúa permanentemente a las tipologías de lectores, oyentes, televidentes o usuarios de redes sociales a las que se dirige.
Decía el gran Joël Robuchón que el éxito de un restaurante reside en un 60% en el servicio de sala, dejando así, el 40% para la cocina. Son palabras del chef que más estrellas Michelin ha acumulado en la historia de la guía roja y estaba hablando de la gran restauración. Y es que un plato mediocre lo puede arreglar un buen camarero; un gran plato, lo estropea un mal camarero. Y en los bares y barras ‘ de batalla’ todos sabemos que si la diferencia en el crujiente del caballito no es demasiado evidente, acabaremos en la barra donde nos atiendan con educación y una sonrisa y abandonaremos ese lugar donde cada vez que nos ponen una caña pareciera que nos están perdonando la vida. Que los hay.
El control sobre el estado de ánimo propio por parte del que sirve –es decir, el que comunica, el emisor– es clave en este intercambio, porque resulta que tenemos un tipo de neuronas denominadas ‘espejo’, que «reflejan» el comportamiento del otro, como si el observador estuviera realizando la misma acción, y que desempeñan una función vital en el contexto de las capacidades cognitivas ligadas a la vida social, tales como la empatía (capacidad de ponerse en el lugar de otro) y la imitación. Por eso, cuando nuestro interlocutor bosteza, nos vemos impelidos a imitarle; por eso, cuando alguien nos sonríe nos incita a hacerlo. Las neurociencias tienen mucho que decirle a un camarero.
Las neuronas espejo, descubiertas accidentalmente en 1996, son un tipo de neuronas especializadas en comprender la conducta que realizan los otros individuos, y que permiten conectarnos con las emociones que se manifiestan en los demás. Es decir, se activan cuando se ejecuta una acción y cuando se observa ejecutar esa acción o se tiene una representación mental de la misma en otras personas. Por lo tanto, no solo detectan e interpretan –mediante el control del lenguaje de las manos o de los gestos faciales, entre otras cosas– la conducta de los otros sino sus sentimientos. Y esta característica las convierte en una herramienta fundamental en la comunicación que se establece entre los miembros del servicio de sala de un restaurante y el cliente. Si un camarero tiene suficientemente desarrollada su inteligencia social y emocional, será capaz de ‘ponerse en el lugar’ del otro y comprender mejor sus deseos, incluso de modificarlos modulando y adecuando –recordemos la retórica– su gestualidad y su comportamiento. Podríamos decir que son las neuronas de la empatía, que la RAE define como «Participación afectiva de una persona en una realidad ajena a ella, generalmente en los sentimientos de otra persona».
Se dice popularmente que la alegría y el buen humor son ‘contagiosos’, por supuesto, al igual que la mala leche, la acritud o la indiferencia. Eso es lo que hacen las neuronas espejo: reflejan la realidad emocional del otro. Convenientemente instruidos, los componentes de un servicio de sala de un restaurante tienen en sus manos una herramienta magnífica para construir un entorno altamente satisfactorio para el cliente. ¿Qué es lo que recuerda éste de una comida? Desde luego no absolutamente todos los detalles de esas dos horas, ni la mayoría de la comida. Nuestro cerebro toma atajos y recordará los detalles –sorprendentes, inusuales–, el principio y el final –atención al recibimiento y a la despedida–, los picos de esa experiencia. Y esos picos pueden fijarse en la memoria –es decir, ser memorables– gracias a la comida, pero seguramente lo serán más a menudo gracias a la atención, a esa capacidad del servicio para haber impreso en el recuerdo del cliente que ha sido tratado como alguien especial. Recordaremos antes ese momento en el que nos recibieron cálidamente al llegar al establecimiento –en lugar de tenernos unos minutos esperando ‘haciendo caras’–; a ese camarero de sonrisa permanente, atento pero no invasivo, que nos atendió a la perfección, o a ese sumiller que nos aconsejó sin avergonzarnos, sin conducirnos a los vinos más caros de la carta y que supo ponerse en nuestro lugar… más que de la comida. Ese camarero y ese sumiller habrán logrado impregnar esa sensación en nosotros gracias a su inteligencia emocional y a las neuronas espejo.