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Pachi Larrosa

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El puzzle alimentario

Dar de comer saludablemente a nuestros pequeños se ha convertido en una compleja tarea plagada de obstáculos


En alimentación, y en especial en la de los más pequeños, partimos de la existencia de varios consensos: la alimentación está directamente vinculada a la salud -algo, por cierto que ya sabían los árabes en la Edad Media-; la mejor alimentación desde esta perspectiva es la llamada -y casi desaparecida- dieta mediterránea; la alimentación es especialmente importante en las primeras etapas de desarrollo; los niños comen lo que y como comen sus padres; el hogar y la escuela son los dos ámbitos clave de la educación para una alimentación saludable. Y sin embargo…
Veamos unos datos: casi un 40% de los niños de la Región de entre 2 y 17 años presentan sobrepeso u obesidad, casi 11 puntos porcentuales por encima de la media nacional, según un estudio realizado en 2020 por Unicef , la Universidad de Murcia y la Politécnica de Cartagena. Paralelamente, según la Encuesta Europea de Salud de ese mismo año, un 59,75% de los murcianos en general sufren alguno de estos dos problemas. Datos muy coherentes entre sí, porque, hablando de consensos, parece claro que un niño obeso, será un adulto obeso.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? Érase una vez un pueblo primitivo que regía su organización social sobre una serie de ritos relacionados en torno a la alimentación. Alrededor de lo provisto por los adultos se reunían junto al fuego las distintas generaciones de una tribu, en un acto que permitía la cohesión social y la transmisión de conocimientos. Así podría comenzar cualquier relato con pretensiones antropológicas referido a cualquier grupo humano en cualquier etapa de la historia de la Humanidad. Porque hasta ahora, la cocina, el arte de transformar los alimentos crudos para hacerlos más digeribles y/o apetecibles, ha sido el elemento central del tejido social . Como dice Felipe Fernández Armesto en su interesante ‘Historia de la comida’, «cocinar no es solo una forma de preparar los alimentos, sino de organizar la sociedad alrededor de las comidas comunitarias y de horas de comer previsibles». Cuando la tribu devino en familia como núcleo social las comidas en el hogar mantuvieron su función vertebradora.
Pero llegó el segundo gran cambio en la alimentación en la historia de la humanidad, después del descubrimiento de la agricultura hace 10.000 años: Fue la gran industria alimentaria americana surgida tras la Guerra Civil y desarrollada en paralelo a la revolución Industrial y a la urbanización del país la que cambió las cosas. La revolución digital del siglo XX, la globalización y la subsiguiente ‘Mcdonalización’ del mundo completaron el trabajo, modificando de manera radical los hábitos alimentarios de los adultos, y en consecuencia, la alimentación de los más pequeños. Se produce un masivo abandono de la dieta mediterránea y los lineales son invadidos por los alimentos ultraprocesados, cargados de grasas saturadas, hidrogenadas y trans, de colorantes, conservantes, acidulantes, gelificantes (los famosos números E) y, sobre todo, de azúcares añadidos.
Y es ese azúcar el realmente dañino, el que provoca obesidad con sus consiguientes secuelas de enfermedades cardiovasculares. Hoy sabemos que un niño de 12 años ha consumido más azúcar que su abuelo en toda su vida. Nuestros abuelos no consumían apenas azúcar porque no existían los platos preparados ni los alimentos ultraprocesados. Por necesidad o por hábitos ellos sí que seguían una dieta cercana a la mediterránea. Aunque el desarrollo de la alimentación industrializada arrancó en Estados Unidos a finales del s XIX, en España una industria relevante en este campo no se estableció de manera generalizada hasta el último cuarto del siglo XX. Una vez instalada, los cambios sociales procedentes del crecimiento económico, la progresiva urbanización de la sociedad y la aceleración de la vida cotidiana provocaron giros radicales en nuestra forma de alimentarnos: abandono de la acción de cocinar, ruptura de los ritmos establecidos tradicionalmente por los horarios ritualizados de las comidas en familia, y uso masivo de los alimentos procesados industrialmente.
En paralelo, la asunción de nuevos roles sociales por parte de la mujer -tradicionalmente la gestora de la alimentación familiar- y su incorporación al mercado laboral contribuyó, junto con la posterior revolución digital, a la disgregación del núcleo familiar y de los horarios rituales en las comidas hogareñas . Todo ello nos ha ido separando de una alimentación ‘natural’, del ideal de la dieta mediterránea, de los vínculos de lo que comemos con la naturaleza y ha ido llenando nuestras cestas de la compra con productos ‘empaquetados’.
Pareciera que unos padres contemporáneos debieran ser gestores alimentarios, dietistas-nutricionistas, gastrofísicos y psicólogos infantiles. Nuestros abuelos se complicaban menos la vida con sus hijos porque no tenían tantas opciones alimentarias como hoy y porque las que tenían eran saludables. Y porque guisaban. A veces lo que parece progreso es un espejismo.

Sobre el autor

Periodista, crítico gastronómico. Miembro de la Academia de Gastronomía de la Región de Murcia.


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