El antropólogo estadounidense Sydney Mintz asegura que la alimentación cumple a la vez las funciones de comunicación y de identificación con el grupo al que se pertenece: «Los alimentos que se comen tienen historias asociadas con el pasado de quienes los comen: las técnicas empleadas para encontrar, procesar, preparar, servir y consumir esos alimentos varían culturalmente y tienen sus propias historias. Y nunca son comidos simplemente; su consumo siempre está condicionado por el significado. Estos significados son simbólicos». De hecho, la cocina siempre ha sido uno de los relatos básicos en la conformación de las amalgamas locales, grupales, regionales. Naturalmente, es en la cocina tradicional donde se concentran los referentes personales (la cocina de la memoria, ‘la cocina de la abuela’) y colectivos (el relato identitario) que forman parte de nuestra herencia. Una cocina la tradicional que, desde luego, evoluciona con el tiempo, cambia, incorpora elementos de otras cocinas aportados como consecuencia de la permeabilidad de los territorios donde estas cocinas se elaboran. Pero esta cocina tradicional regional es mucho más que un simple conjunto de referentes anclados en el pasado, constituye un motor de desarrollo local , al concentrar en su elaboración y consumo muy diversos ámbitos de la vida y la economía de la colectividad: salud y dietética, producción agroalimentaria, turismo y gastronomía, tradiciones, relaciones sociales, empresa y negocios, innovación tecnológica… Y un aspecto central: la condición de las cocinas tradicionales regionales como barrera frente a dinámicas como la globalización y sus efectos de homogeneización. Movimientos como ‘slow food’, kilómetro cero, o el sello con el que los restaurantes franceses pueden identificar en sus cartas la comida de elaboración «casera» son manifestaciones de esa ‘resistencia’ a la homogeneización que la globalización pretende imponer en el planeta.