La mediatización de los cocineros en los años 70 arrumbó a la sala y la llevó a la irrelevancia, lo que ha de restaurarse por el bien del sector
Para Joel Robuchón, el cocinero más galardonado del mundo, fallecido el pasado año, el servicio de sala supone el 60% del éxito de un restaurante. Hubo un tiempo en el que un establecimiento se definía por su servicio, en el que el personaje más importante era el maitre. Representaba la personalización del restaurante, el referente para los clientes, a quienes recibía, en muchos casos, por su propio nombre. Con las sucesivas revoluciones de las cocinas españolas y la fulgurante mediatización y ‘michelización’ de los chefs, el péndulo cambió al otro extremo y el servicio de sala pasó a un segundo plano convirtiéndose en la Cenicienta de la ecuación.
Cuando valoramos a los cocineros lo hacemos porque les consideramos creadores, diseñadores de sensaciones, de experiencias… les ponemos cara y nombre y les adjudicamos atributos de ‘autor’. Esa percepción positiva les ha proporcionado un estatus social muy relevante que ha centrado el foco de la restauración y la gastronomía exclusivamente en su figura. Sin embargo, muy poca gente considera a los profesionales del servicio de sala creadores, diseñadores; los vemos (salvo quizá en el caso del sumiller) como simples pasaplatos, transportadores de comida. Un gran error, inducido en parte por el propio sector y por los propios profesionales, que es necesario corregir. Y es que si estamos de acuerdo en que la experiencia gastronómica en un restaurante debe ser global, la intervención de la sala es fundamental. Y además, la primera que afecta al cliente. Las causas de este desequilibrio están, por un lado, en el ‘boom’ que la cocina española ha vivido desde los años 70 (Arzak, la nueva cocina vasca, el resurgir de las cocinas regionales y su renovación a golpe de innovación, la posterior disrupción de El Bulli y Ferrán Adriá y ahora, la eclosión de la tapa española en todo el mundo); pero también a la falta de profesionalización de la sala salvo en el caso de los grandes restaurantes gastronómicos) y de dignificación de la figura del camarero. Una situación en la que las responsabilidades están muy repartidas: empresarios que no se preocupan de la formación de su personal o que contratan en condiciones leoninas, la estacionalidad de los picos en el sector y la consecuente temporalidad laboral, el aspecto refugio de la hostelería para el desempleo en otros sectores económicos, o incluso la crítica gastronómica profesional que se ha volcado en la cocina y ha olvidado reiteradamente el papel de los profesionales de la sala.
En el reciente encuentro ‘Comersaciones’ celebrado en El Batel, en Cartagena, Juan Mol, director de los servicios de sala del imperio Joël Robuchon, desgranó algunas de las características que debe cumplir un buen servicio. Para él, la sonrisa es importante desde el mismo momento en el que se contesta a una llamada telefónica para hacer una reserva. La sonrisa modula la voz, algo que es percibido por el interlocutor. Ya en el restaurante, una de las claves es la extrema amabilidad con ellos, capacidad analítica y de observación para poder hacer una radiografía inmediata de su carácter, actitud, impresión recibida al entrar en el establecimiento… y grosor de su cartera. Porque hay que evitar por todos los medios hacer sentirse mal al cliente o humillarlo. No se debe ofrecer un vino disparatadamente caro respecto de sus posibilidades o hacerle sentir incómodo acentuando su ignorancia sobre algún aspecto de la carta… Es fundamental hacerle sentir especial. Moll resume las habilidades que debe atesorar un profesional de sala: sentido común, inteligencia social, sentido práctico, capacidad analítica, compresión y expresión verbales, memoria, concentración, constancia y control de emociones. Nada menos. Un bagaje difícil de encontrar en un estudiante que se ha vestido de camarero un verano o de un profesional que encadena contratos temporales uno tras otro y al que su magro sueldo apenas le da para vivir.
Y una de las vías para ir cambiando las cosas es la formación. En este sentido el Centro de Cualificación Turística de Murcia lleva años haciendo una doble tarea: difundiendo la importancia de esta ‘pata’ del negocio hostelero, trayendo a los mejores profesionales de España y el mundo; y formando a cientos de alumnos en este área. Precisamente esta semana se ha celebrado en sus instalaciones el VI Concurso Regional de Profesionales de Sala, un complejo evento que ha sido posible gracias a la cooperación de tres centros de formación de Murcia y Cartagena.
Naturalmente no podemos pedir a la Taberna del Tío Penxo que tenga maitre y sumiller, como si fuera un establecimiento con estrellas Michelin, pero si podemos –y deberíamos- exigir a esa clase media-alta de restaurantes, donde podemos dejarnos entre 25 y 70 euros de cuenta, que cuando llegamos a su puerta, no nos dejen unos minutos ‘colgados de una percha’ esperando a ser atendidos, que cuenten con camareros que no nos atiendan con la familiaridad de nuestro ‘cuñao’, confundiendo cortesía y amabilidad con falta de saber estar, que quien nos toma la comanda sepa contestar a preguntas sobre los ingredientes de un plato, que quien nos vaya a atender se presente y nos diga su nombre (así se evitará esa funesta costumbre de llamar al camarero con un chs¡, chs¡). La sala es el escaparate de un restaurante: puede arruinar una gran comida, puede salvar una cocina mediocre.
Parece claro que debemos parar ese péndulo que ha viajado históricamente de la sala a la cocina justo en la vertical. Cocina y sala deben estar en equilibrio estable, más aún, en perfecta simbiosis para que todo funcione en un restaurante. Devolvamos entre todos el zapato de cristal a Cenicienta.
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