Las colas ante las cajas de los súper son un punto de observación idóneo para detectar un abanico de formas de alimentarse
El contenido de un carrito de la compra en un supermercado dice mucho de la persona que compra. Podríamos decir que existe toda una tipología. Así, nos encontraremos con el ‘funcional’, con el ‘quimiófilo’ o con el ‘ecólogo’, entre muchos otros. El primero es el que llega a la cola de las cajas con productos como yogur con calcio, leche con bacterias probióticas, zumo con hierro, huevos con omega 3, margarina con fitoesteroles… podría uno deducir que quien ha hecho compra semejante es algún doctor en bioquímica. Sus conductores son adictos a los llamados alimentos funcionales, que son aquellos que, además de sus características nutritivas básicas, pretenden un efecto beneficioso adicional sobre la salud. En muchos casos son alimentos que han sido manipulados para añadirles o quitarles algún componente. La pregunta es: ¿funcionan los alimentos funcionales, o son un invento de la industria alimentaria para hacer caja? Según los expertos si uno sigue una dieta equilibrada y una vida saludable no son necesarios. No es que debamos desechar esos productos, es que debemos usarlos como un complemento en todo caso, nunca como un sustituto y siempre bien informados, algo que se complica ante el guirigay de las etiquetas y el laberinto de las legislaciones alimentarias.
También parece como si cada vez más consumidores van al súper con la tabla periódica de elementos químicos, en lugar de con la tradicional lista. Siguiendo con nuestra. tipología, el carrito ’quimiólifo’ llega a manos de la cajera repleto de lo empaquetado, lo precocinado, lo ultraprocesado, de la diábólica combinación inédita en la naturaleza- de 50/50 de grasas/azúcares, del glutamato monosódico (o umami sintético)… Inconsciente de que está cometiendo un acto de suicidio a cámara lenta su portador es carne de cañón para lo peor de la gran industria alimentaria: snacks, bebidas azucaradas, bollería industrial, y salsas preparadas, entre otras perversiones nutricionales. Azúcares añadidos en cantidades industriales (nunca mejor dicho), grasas trans, aceites y harinas refinados, aditivos mil, sal a paletadas… son los componentes de este tipo de productos.
Y en el otro extremo está el carrito ‘ecólogo’. No hace ni un lustro que aquel que «confesaba» comprar verduras u otros productos ‘ecológicos’ era visto como se veía a quien iba por la calle hablando por un teléfono móvil hace tres: como un friki, un colgao o un raro. A ello contribuía, naturalmente, la dificultad que entrañaba encontrar productos cultivados de manera orgánica y su precio, por encima de los productos llamados ‘normales’, además de la general ignorancia al respecto. Lo ‘ecológico’ se veía como una extravagancia propia de snobs que dedicaban tiempo y dinero a una especie de regresión a sus épocas de hippies. Pero, al igual que pasó con los móviles, la cosa está cambiando a velocidad de crucero, especialmente en nuestra Región, a la cabeza de este tipo de producción en un país como España, que a su vez es líder en Europa. Pero ojo, no nos vengamos arriba. Que esa producción haya crecido en la Región un 66% en la última década, y que el número de operadores ecológicos haya aumentado en ese mismo periodo un 71%, no es porque, de repente, a los murcianos nos haya entrado como un ‘chute la conciencia ecológica. No. La mayor parte de esa producción va fuera. Toda Europa, además de Estados Unidos, Canadá, Taiwan y Japón se comen esos productos cultivados con tanto mimo en las tierras del Altiplano, Noroeste, Valle del Guadalentín y Rio Mula. Es decir, que, a nivel de consumidores, aún es una minoría ‘ilustrada’ la que busca la etiqueta de ‘ecológico’ cuando quiere llenar la cesta de la compra. Pero la cosa puede cambiar con rapidez. Si volvemos a ese lustro atrás, lograr unas judías verdes ecológicas casi suponía diseñar una expedición propia de Tadeo Jones. Hoy, los alimentos ecológicos han saltado de los grupos privados y de las tiendas especializadas a los lineales de las grandes superficies. Y, por supuesto, a Internet. Así que, nada de raros ni de frikis.
Simplemente con que los carritos de la compra fueran sustituyendo lo empaquetado y etiquetado (lo de los residuos del ‘packaging’ es otra cuestión) por productos frescos el paso hacia una mejora de la salud sería de gigante. Pero es complicado: los supermercados forman parte del entramado de la gran industria alimentaria y en ellos es fácil que un 75% de los productos a la venta sean alimentos procesados o ultraprocesados. Son sabrosos, son prácticos, son baratos, son accesibles. Horror en el hipermercado, que decía Alaska.