“La democracia debe guardarse de dos excesos: el espíritu de desigualdad, que la conduce a la aristocracia, y el espíritu de igualdad extrema, que la conduce al despotismo” (Montesquieu)
Ya en los albores de nuestra civilización, Plutarco, Platón, Aristóteles o Cicerón opinaban que los políticos deberían ser personas ejemplares, veraces, honradas, transparentes y expertas para velar con eficacia por el bienestar de los ciudadanos. Y por supuesto, ser fieles observantes de las leyes vigentes.
Justo los valores opuestos que se le atribuían a Alcibíades , un caudillo ateniense (450-404 A.C.), discípulo de Sócrates, con fama de arrogante, ambicioso, desleal, ególatra y carente de principios morales, acusado por historiadores tan rigurosos como Tucídides de actuar siempre buscando su propio beneficio, por encima de los intereses colectivos.
Este controvertido personaje es recordado sobre todo por un detalle anecdótico: en un momento determinado, agobiado por las críticas a su gobierno, decidió cortarle la cola al imponente mastín con el que se exhibía por las plazas de Atenas, ataviado con su llamativa túnica color púrpura. De esta forma, consiguió desviar la atención de los ciudadanos, enfrascados por un tiempo en hablar de un asunto tan banal como era el del “perro de Alcibíades”. Fue, sin duda, un adelantado a su tiempo en las maniobras de distracción de la opinión pública, tan habituales en nuestros días.
Para Aristóteles, por oposición a la democracia, la tiranía es el sistema político propio de un gobierno que no respeta las leyes. Maquiavelo, considerado el padre de la ciencia política moderna, señaló, ya en el siglo XVI, anticipando la figura del actual salvapatrias , que los tiranos necesitaban crear un clan de colaboradores interesados, controlar la justicia, conseguir una masa de fanáticos seguidores y reprimir a los disidentes.
Un príncipe déspota, por tanto, debía sentirse con el derecho de utilizar cualquier recurso, aunque fuera inmoral o violento, para mantenerse en el poder, incluso mentir sin escrúpulos si fuera necesario (“el fin justifica los medios”). De ahí el calificativo peyorativo de “maquiavélico” aplicable a una persona sin principios sólidos para la que todo vale con tal de conseguir sus fines.
En el siglo XVII, el rey Jacobo I consiguió unificar los reinos de Inglaterra y Escocia, pero su concepción absolutista del poder le llevó a enfrentarse a los magistrados que pretendían controlarlo. Para este monarca, amante del lujo a costa de la consiguiente subida de impuestos a sus súbditos para financiar sus caprichos, nada ni nadie debería cuestionar sus decisiones y los jueces debían limitarse a ser “leones bajo su trono”.
Otro tanto podría decirse del Rey Sol, Luis XIV de Francia (1643-1715), al que se le atribuye la lapidaria frase: “El Estado soy yo” para remarcar que la lealtad, la ética o el respeto a las leyes no podían ser un freno para el ejercicio de su autoridad omnímoda, emanada directamente de Dios.
Saltando en el tiempo, para el comunista Stalin (se le imputan 20 millones de muertos), uno de los dictadores más crueles de la historia, junto a Hitler, las palabras, los mensajes, la propaganda en suma, eran más importantes que el acero para la producción de tanques. El adoctrinamiento es vital para los sistemas totalitarios. Por eso consideraba a los escritores del régimen como ingenieros del alma y a la educación “como un arma cuyo efecto depende de quién la tenga en sus manos y de a quién apunte”.
Llegados a este punto quiero rescatar las ejemplares palabras de D. Manuel Azaña, el intelectual Presidente de la República, llenas de patriotismo, de moderación y de amor a la libertad por encima de sectarismos destructivos, que fueron pronunciadas en 1938, en pleno auge de la nefasta guerra civil que tantas vidas de hermanos supuso, cuando tenía todos los motivos para lanzar un discurso incendiario:
“A pesar de todo lo que se hace para destruirla, España subsiste. En mi propósito y para fines mucho más importantes, España no está dividida en dos zonas delimitadas por la línea de fuego. (…). Hablo para todos, incluso para los que no quieren oír lo que se les dice, incluso para los que por distintos motivos contrapuestos lo aborrecen (…) Al cabo de los años en que todos mis pensamientos políticos, como los vuestros, todos mis sentimientos de republicano, como los vuestros, y en que mis ilusiones de patriotas, también como las vuestras, se han visto pisoteados y destrozados por una obra atroz, no voy a convertirme en lo que nunca he sido: un banderizo obtuso, fanático y cerril”.
Afortunadamente en España se produjo una modélica transición de la larga dictadura de Franco al actual régimen democrático. La pregunta es: ¿puede una democracia degenerar en una tiranía en pleno siglo XXI? El politólogo francés Raymond Aron nos prevenía: “El despotismo se ha establecido a nombre de la libertad con tanta frecuencia que la experiencia nos dice que debemos juzgar a las personas por lo que hacen y no por lo que dicen”.
“Los enemigos de la libertad cambian, pero no desaparecen” decía Hannah Arendt. Hugo Chávez es un claro ejemplo de que una democracia puede involucionar a una dictadura sin recurrir a la violencia, aunque Chávez, como comandante de las fuerzas armadas intentó dar un golpe de Estado a la “antigua usanza”. Aprovechando los propios mecanismos democráticos, este militar golpista que estuvo en prisión, pudo ser elegido como Presidente de Venezuela, lo que demuestra que para un dictador, tanto de ultraderecha como de ultraizquierda como es el caso, no es tan importante el medio para llegar al poder sino como aferrarse a él una vez alcanzado.
Y ya sabemos cómo se hacen estas cosas: eliminando la separación de poderes, conculcando leyes, adoctrinando, dividiendo a los ciudadanos, demonizando a la oposición, creando redes clientelares, exacerbando el nepotismo y el asistencialismo (para Plutarco, el verdadero destructor de las libertades del pueblo es aquél que le reparte regalos y beneficios), estatalizando empresas, controlando la justicia, colonizando las instituciones, estableciendo un relato oficial y atentando contra la libertad de prensa, puntos que se encierran en las conocidas 3 pes de Moisés Naím: populismo, polarización y posverdad, conceptos que se realimentan mutuamente.
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