Cuando en la terraza almenada de la iglesia de Santa Catalina se tocaba la queda, mientras el antiguo reloj acariciaba las diez en punto de la noche, nadie en su sano juicio, ni en invierno ni en verano, se atrevía a salir a las calles a menos que corriera desesperado en busca de un médico, una comadrona o un cura. Imposición del Concejo que desbarató un terremoto en 1829, fecha en que se suprimió el cuerpo de la torre y el reloj fue trasladado a San Antolín. La improbable programación de la plaza de Santa Catalina, varios siglos antes de que existiera el televisor, no tenía nada que enviar a las actuales plataformas digitales. Al menos, en su función de entretener al pueblo para evitar desórdenes. Porque el Concejo designó el entorno para conmemorar los grandes acontecimientos que marcaban el pulso de la rutina cotidiana.Así, en la plaza se celebraban los juicios de aguas, los jurados distribuían los puestos públicos y se pregonaban a las cuatro esquinas, entre una algarabía de malas lenguas y burlas, las multas para aquellos parroquianos que no cumplían las ordenanzas.
Como si el eco de aquellas fiestas permaneciera bajo el reciente empedrado de la plaza, es Santa Catalina un enclave irremplazable, los domingos desde bien temprano, para cientos de murcianos que almuerzan despreocupados en la terraza del bar Fénix, entre improvisadas tertulias que se mezclan con el tintineo de la fuente de la cercana plaza de Las Flores. Tiene este bar Fénix, la buena costumbre de bordar las marineras y los matrimonios, regados con cervezas heladas. El dueño, Juan Navarro, presume con razón de que «millones de personas han pasado por este bar desde que lo inauguramos». Y demuestra su dedicación, precisión y cariño por el oficio cuando, de improviso, añade: «Hace 22 años y cinco meses que llevamos abiertos» El sol avanza entonces sobre el monumento a la Purísima, inaugurado en 1954, y acaricia la fachada del Museo Ramón Gaya, el pintor de trazos frescos e independientes, sin escuela, vitales, cuya obra custodia con pasión y cátedra su director Manuel Fernández-Delgado.
Al costado izquierdo del museo se abre la calle de la Marquesa, así llamada desde hace doscientos años en honor de doña Francisca Saurín, marquesa de Espinardo. En Santa Catalina, la primera plaza Mayor de la ciudad, en el lugar donde ahora acuden los vecinos a degustar las últimas comidillas y chismes de la semana, se alzaba un escenario de maderas torneadas y oscuras, utilizado para proclamar a los nuevos reyes, a la sombra del pendón real concedido por Alfonso X. La última fiesta de la coronación se celebró cuando Felipe II subió al trono. Después, la plaza perdió protagonismo en favor de Santo Domingo.
El origen de la parroquia que da nombre a la plaza es tan misterioso como la ocupación de los mendigos que a las puertas del templo almuerzan, sentados en el portal, entre misa y limosna. Algunos autores defienden que la iglesia, hoy adosada a un edificio que la supera en altura, perteneció a los caballeros del Temple antes de constituirse en parroquia. Junto a ella, la controvertida orden mantuvo un convento, del que no se conserva ni una piedra. Sobre el papel, en cambio, la primera partida de bautismo que atesoran sus archivos eclesiásticos data del 6 de septiembre de 1520.?En la pila bautismal, ubicada en la capilla de los Vinadeles, cristianizaron a Julián Romea.
El Contraste de la Seda
La plaza albergaba en una de sus fachadas el antiguo Contraste, construido entre 1604 y 1610. Este edificio, en un principio trazado como Sala de Armas, se transformó en Contraste de la Seda y del Peso Público, más tarde en Mercado del Pimiento, luego en Museo provincial, después en Archivo de los Protocolos Nacionales y, al final, en un montón de escombros, de donde se recuperó la portada y sus escudos redondos, de corona de laurel tallada en piedra, que ahora se exhiben en la fachada del Museo de Bellas Artes.
A Santa Catalina no se le conoce más nombre en la historia que el actual, salvo los años en que fue renombrada como Monassot –por el alcalde José Monassot– después de la epidemia de cólera de 1854.
El primer edil, junto al marqués de Camachos, destacaron en sus gestiones para frenar el desastre y la ciudad se lo agradeció poniéndole sus nombres a dos plazas. Monassot, en cuanto fue nombrado alcalde, lo primero que hizo fue defender la propiedad municipal del eremitorio de la Fuensanta y las tierras que lo rodeaban, después de que Hacienda advirtiera, porque en esto los tiempos no cambian, de que sacaría la finca a subasta pública. De igual forma, este ilustre murciano consiguió recuperar para la corporación los conventos de Verónicas, San Agustín y la Purísima.
Para pasear por Santa Catalina hay que dejarse antes la envidia en la Gran Vía o, de lo contrario, padecer al contemplar los edificios de miradores acristalados y grandes ventanales, siempre a la sombra, que invitan a subir y sentarse en un sillón para ver pasar la vida desde lo alto