Cuando José Luis López Aranguren, Enrique Tierno Galván y Agustín García Calvo fueron apartados de la Universidad en 1965 por participar en una marcha de profesores y estudiantes a favor de la libertad de asociación, José María Valverde, catedrático de Estética en la Universidad de Barcelona, dejó las aulas españolas en solidaridad con los represaliados. Antes de irse a Estados Unidos, Valverde envió por correo a Aranguren una postal en la que se le veía vestido con toga junto a una pizarra en la que podía leerse: «Nulla aesthetica sine ethica, ergo apaga y vámonos». Invirtiendo los dos términos (ética y estética) de una idea sobre la que reflexionaron Kant, Schiller y otros pensadores, Valverde transmitió de manera contundente su compromiso con la libertad. Por encima de la seguridad de su cátedra y el gozo de impartir su disciplina estaban sus convicciones éticas, que condicionaban todo lo demás. Aranguren también marchó a América, aunque nunca olvidó el gesto de un amigo. Años después, el filósofo expulsado escribió que no hay política sin ética. La democracia, decía, es por encima de todo un quehacer moral, que debe asumirse con un compromiso sin reservas, responsabilidad plena y conciencia personal. Por extensión no debería haber docencia, empresa, derecho, medicina, política, creación artística o periodismo sin ética. Así es en la mayoría de las ocasiones, aunque en todos esos ámbitos de la vida pública siempre hay no pocos que actúan con un más que cuestionable relativismo moral. Lo hemos visto en el caso de las tarjetas ‘black’ de Cajamadrid, donde todo era opaco excepto las transparencias de la lencería que compraba un consejero. También en el asunto del profesor Juan Carlos Monedero, que contrata como persona física y luego crea una sociedad instrumental para pagar menos impuestos. O ya, en un plano que sí está dentro de la legalidad aunque no deja de ser cuestionable, el misterio académico del alcalde Cámara, acreditado por la Aneca como investigador en activo gracias a un currículo cabalístico, habida cuenta que no se le ha visto pisar un laboratorio en veinte años. Así es la vida, unos dejan la cátedra porque no hay estética sin ética y otros aspiran a ella sin lo uno ni lo otro. Me reconforta que la sociedad se estremezca con tales episodios. Eso significa que aún tiene vivo el ideal de la ejemplaridad, como apunta el filósofo Javier Gomá, una de las voces más clarividentes del pensamiento español contemporáneo. No es casual que la Universidad sea una fuente de pensamiento político y personas que trasladan su vocación de servicio público de la docencia y la investigación a la gestión pública. Si queremos a los mejores, allí hay muchos. De todas las ideologías y perfiles académicos. También ahí hay sus ‘cosicas’ y las habrá, porque para ser sincero les diré que no creo que haya reglamento posible para atajar las malas prácticas deontológicas. Es un tema de ética personal. Se tiene o no se tiene, ergo apaga y vámonos, que diría José María Valverde.