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Una pistola en la noche

David Carr, uno de los columnistas más respetados del ‘The New York Times’, se desplomó sin vida el pasado jueves por la noche en la Redacción de ese diario. En los últimos años escribía sobre economía, a veces sobre su propio periódico, con independencia, rigor y tenacidad. En sus columnas había opinión, pero sobre todo mucha información porque tenía alma de reportero. Tanto que llegó a escribir un libro, ‘La noche de la pistola’, fruto de una investigación, descarnada, de su propio pasado. Hace más de 20 años, Carr estuvo atrapado en una autodestructiva espiral de cocaína y alcohol de la que después escaparía. Sus recuerdos de esa época eran imprecisos, así que intentó averiguar la realidad de su pasado, como haría con la de cualquier otro individuo, aplicando las técnicas periodísticas más rigurosas. Confrontó su borrosa memoria con informes policiales de sus detenciones y partes de su historial médico, y entrevistó a 60 personas que le trataron en esa época. La realidad que descubrió (y contó públicamente) era distinta a la que él recordaba. De ese descenso a sus propios infiernos, aunque no todo era oscuro, no salía bien parado: golpeó a una de sus novias y fue padre de dos gemelas de las que no estaba en condiciones de cuidar. La vida de Carr cambió y alcanzó prestigio profesional. Su penúltima columna estaba dedicada a Brian Williams, presentador estrella de la cadena NBC, caído en desgracia al descubrirse que se inventó que el helicóptero donde viajaba durante la guerra de Irak fue alcanzado por fuego enemigo. Carr y Williams son el anverso y el reverso de una moneda llamada periodismo, un oficio en el que hay, como en todos, comportamientos heroicos y otros miserables. Una Redacción de un periódico o una TV, sin criterios profesionales y deontológicos, puede acabar siendo algo parecido al título del ‘best seller’ de Carr: una pistola en la noche. Los medios de comunicación manejan muchas veces material inflamable. Y a veces por imprudencia, otras por falta de capacidad profesional, e incluso por ausencia de toda ética, pueden triturar la reputación de una persona o convertir en una estrella mediática a quien no tiene méritos contrastados. Con sensatez, la Constitución fija límites a la libertad de información, que debe ser siempre veraz, cuando ésta colisiona con el derecho a la propia imagen, el honor y la protección del menor. El problema surge cuando, aun cumpliendo todo lo anterior, no se intenta actuar con los estándares de calidad profesional que exhibía Carr para aproximarse al máximo a la veracidad de los hechos. El mal periodismo es tan nocivo para la sociedad como el periodismo clientelar, ese que tanto gusta a quienes solo quieren ver palmeros en el horizonte y señalan a quienes, haciendo uso de su independencia profesional, analizan la realidad política y social en lugar de mirar distraídamente a las nubes. Ni en política ni en periodismo, todo vale. Si alguno no cumple con su deber o actúa sin ética tendrá merecida su reprobación social y judicial.

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