En mi ya dilatada carrera de melómano impenitente, con miles de obras musicales ocupando los estantes de mi despacho, la más espiritual de las artes me ha ido acompañando a lo largo de la vida.
La Música estuvo, desde mis inicios académicos, en la base de una educación que, junto con los estudios de filosofía y teología, ha ido configurando mi forma de ser y de servicio.
Desde mi más temprana edad, la Música tomó destacado protagonismo en mi formación cultural, máxime cuando fui descubriendo que ella -lenguaje universal- iba supliendo o, mejor, rellenando las carencias con que la realidad inefable se hace de comprender. Miles de obras, más o menos inspiradas, me iban como adelantando un mundo inalcanzable, pero que respondían de algún modo a la sed de introspección que todo ser humano contiene, aunque no siempre sepa traducirla a la diafanidad de lo que quiere comunicar.
Ella tiene la capacidad de suplir determinadas limitaciones humanas, y de despertar posibilidades valiosas para la convivencia. La necesidad del silencio, el surgir de la inspiración, el fortalecimiento y desarrollo de valores.
A veces pienso que el “coronavirus” está despertando la conciencia de los seres humanos, está poniendo en valor, valga la redundancia, los valores que habitan en nuestro interior y que casi nunca los dejamos que afloren. Porque los antivalores ocupan demasiado tiempo y lugar en nuestra tierra, la tierra de todos. Educamos en antivalores, cultivamos los antivalores, nos congregamos alrededor de los antivalores, luchamos por los antivalores, votamos los antivalores –porque no hay valores que votar-, y nos acomodamos a los antivalores. Pero -¡oh, Providencia!- viene el virus invisible y aparentemente insignificante, y nos despierta a todos del letargo de la mal llamada “sociedad del bienestar”, y volvemos a soñar y esperar en un mañana luminoso.
La Música es el arte que nos permite reencontrarnos, que nos ayuda a ser mejores, que posibilita acrecentar la empatía, la solidaridad y el diálogo auténtico a través de su lenguaje universal. Como escribiera, pensando en esta comunicación que se me solicita:
De todas las artes, una
es más pura y armoniosa
y, por ende, tan hermosa
como criatura ninguna.
Es expresión de deseos,
de sentimientos, quereres
de los hombres y mujeres,
de su amor y devaneos.
Invitación a rezar
cuando el corazón suspira,
y cuando ya no respira
después de tanto luchar.
Ella canta lo que siente
el alma en Dios confundida,
y el adiós de la partida
de lo que fuera simiente..
En resumen: la Música nos educa, nos perfecciona, nos acompaña… La llevamos dentro, y con ella conectamos cuando la escuchamos fuera. Ella es un valor sobre todo otro valor caduco. Está en toda la Creación. No en vano es la más íntima a nuestro existir. Ella sabe de lo profundo, de lo hondo, de lo misterioso, de la felicidad, de nuestras búsquedas. Nos enlaza con nuestra primigenia belleza y nos prepara a la definitiva, generando en nosotros los más altos y nobles pensamientos.
¿Por qué os digo todo esto?
Porque agradezco profundamente la ocasión que se me brinda de compartir con vosotros el amor por la Música. No hay un sentimiento humano que ella no refleje, una virtud que no embellezca, un deseo que no lo revista de dignidad, una pena que no alivie, una fiesta que no agrande.
Pero, además, la Música es también ciencia, ciencia matemática. Nos ayuda a pensar, nos ayuda a creer, nos ayuda a vivir, nos ayuda a amar. No hay ninguna otra asignatura que recopile en sí misma el saber y el buen hacer, lo grande y lo pequeño, lo cotidiano y lo trascendente. Ella nos cuenta la historia, nos duplica el orar, nos transmite lo humano y lo divino. Y, por supuesto, el cielo será eso: MÚSICA DIVINA.
(Alfonso Gil, mayo de 2022).