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Y todo a media luz

Los aciertos del Ejecutivo de Pedro Antonio Sánchez en otros terrenos se ven empañados por una pobre gestión en materia de transparencia y participación ciudadana. Una parte del problema fue heredada. Otra no

La inmensa mayoría de los políticos y gestores públicos de nuestro país no están bajo el escrutinio de la Justicia, pero la concatenación de casos de corrupción en todo el territorio ha instaurado una sensación generalizada de saqueo o despilfarro de lo público que, por un lado, ha erosionado la confianza en los cargos electos y, por otro, ha depositado una inmerecida carga de sospecha en todos los niveles de la Administración, atenazados ahora en la toma de decisiones por temor a verse envueltos en procesos judiciales. Como cortafuego de corruptelas y garantía del buen uso de los recursos públicos, las sociedades más democráticas y desarrolladas se han afanado en aplicar los principios del buen gobierno, basados en la transparencia y la participación. Solo muy recientemente estas prácticas de rendición de cuentas, fundamentales para aumentar el escrutinio de lo público y restaurar la confianza, llegaron a España, si bien con un concepto restrictivo de lo que se considera información de interés público y con una alta dependencia del poder político.

Tras años consecutivos en los puestos de cola en los ‘ranking’ autonómicos de la ONG ‘Transparencia Internacional’, el Gobierno de Garre hizo bandera de estos principios y aprobó una ley en diciembre de 2014 todavía más ambiciosa que la nacional. Pero se hizo demasiado deprisa, como alguna otra, sin un análisis exhaustivo y sin prever la capacidad de cumplimiento. Ni el Consejo Jurídico ni la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) informaron previamente sobre una norma llena de aristas legales y que exigía antes de su aprobación una planificación detallada de recursos humanos y materiales, así como mucha pedagogía en el seno de la administración pública. La polémica por la publicación, con nombres y apellidos, de la relación de puestos de trabajo de los funcionarios de la administración general, sin periodo de alegación ni consulta previa a la AEPD, ha puesto en evidencia que la ley regional aprobada en diciembre de 2014 ha desbordado a quienes desde entonces debían estar trabajando para su plena puesta en vigor en junio de este año. En una detallada información que hoy publicamos queda claro el alto grado de incumplimiento de una ley trascendental, que contempla un duro repertorio de sanciones y que también es de obligado cumplimiento, por ejemplo, para las universidades públicas. La lista de deficiencias es larga. Muchas se derivan de su compleja aplicación burocrática, pero otras no tienen un pase porque solo se pueden explicar por decisiones alejadas del principio de transparencia. La información podrá acabar siendo exhaustiva en el Portal de Transparencia (hoy todavía una pirámide laberíntica), pero de nada servirá si en los asuntos de mayor calado hay opacidad. Solo un ejemplo: a finales del mes pasado, el Gobierno aprobó remitir toda la información relativa a la desaladora de Escombreras al Tribunal de Cuentas, en base a un informe de la Consejería de Hacienda. Ese documento de indudable interés público ni está ni se le espera, aunque la ley obliga al Gobierno regional. Los aciertos del Ejecutivo de Pedro Antonio Sánchez en otros terrenos se ven empañados por la pobre gestión en transparencia y participación. Una parte es heredada. Otra no. Y este es un tema de fondo que debería asumir en primera persona porque fue parte troncal de su discurso de la nueva política y de la nueva etapa.

Lo peor que podría ocurrir es que los incipientes pasos en la dirección correcta provocaran, por errores o falta de recursos, un efecto de rechazo en quienes, previamente bien informados, deben colaborar en todos los ámbitos de la administración pública para dar respuesta al derecho a saber de los ciudadanos sobre el uso de los recursos recaudados con sus impuestos. Otras comunidades autónomas están trabajando con diligencia. El Gobierno regional cuenta con un Consejo de la Transparencia, plural y bien preparado, que debe contar con todo el apoyo material y toda la autonomía precisa para llevar a buen puerto este esfuerzo colectivo imprescindible para la regeneración de la vida pública.

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